Empecé a tener un cierto conocimiento concreto de Cataluña cuando ennovié con una jovencita catalana, que con el tiempo sería la madre de mi segunda hija. Hasta entonces, todo el catalán que sabía procedía de las canciones de Raimon y Joan Manuel Serrat. Poco después, mi mala estrella me llevó a la cárcel de Girona, donde pasé cuatro o cinco meses. En aquella cárcel sólo había un preso político, Xavier Corominas Mainegre, un chavalote de Comisiones que había intentado organizar una huelga en Torras y lo habían trincado. Corominas no sólo hablaba muy bien el catalán, sino que, a diferencia de la inmensa mayoría de los catalanes de la época -hablo de 1974-, sabía gramática catalana y escribía en su lengua materna sin faltas de ortografía. Le pedí que me enseñara catalán y me contestó: -Muy bien. Pues, a partir de este momento, no se habla aquí más que en catalán.
Con lo que experimenté -y muy a gusto- la famosa inmersión lingüística.
A partir de lo cual, tuve el privilegio de acceder a una cultura -a una mirada de la vida- que me cautivó. Salvat Papasseit y Martí i Pol pasaron a contarse entre mis autores predilectos. Y Lluís Llach, al que con el tiempo tuve la oportunidad de tratar personalmente, en uno de mis cantautores favoritos.
Nada más regresar de Francia, tras la muerte de Franco, pasé unos meses en Barcelona. Recuerdo con muy particular emoción el concierto multitudinario de Llach en enero de 1976. Todavía se me nublan los ojos cuando escucho la grabación de aquel recital. Fui feliz.
Instalado en Madrid, volví aquel mismo año a Barcelona para asistir, como invitado de la Asamblea de Cataluña, a la concentración de la Diada del Onze de Setembre en Sant Boi. Se dijo que hubo allí un millón de personas. No sé; había muchísima gente, en todo caso, y el ambiente era muy radical. Recuerdo muy especialmente la intervención de Miquel Roca: dijo que Cataluña lucharía hasta que se le reconociera su derecho a la autodeterminación, y que, si no se lo reconocía, lo ejercería de todos modos. En aquella época, Barcelona era la vanguardia de todo, dentro del Estado español: en la política, en la literatura, en la Universidad, en la música, en el cine, en los medios de comunicación... Irradiaba dinamismo. A su lado, Madrid parecía un poblacho de mala muerte.
Observo el panorama actual. La "clase política" catalana es de las más ramplonas de todo el Estado (y eso que la competencia es dura). Generalitat y oposición se han montado un tinglado de pasteleo, amiguismo y reparto de prebendas que apesta por los cuatro costados. La prensa catalana es de un acriticismo que echa para atrás. La principal dedicación de la mayor parte de los integrantes del mundo de la cultura es la obtención de subvenciones. El burocratismo se ha instalado en todas partes y a todos los niveles. El seny no es ya sino el nombre que se reserva a la falta de principios y al chalaneo perpetuo. La mediocridad lo inunda todo.
Hace unos años, estuve comiendo con uno de los principales dirigentes de Esquerra Republicana de Catalunya. Se pasó la comida diciéndome que yo era "muy radical". Al final, llegué a la conclusión de que de Esquerra, nada, y de Republicana, muy poco.
Hace poco conversé en privado con un dirigente de CiU. La impresión que saqué es que, si uno quisiera comprarle a su madre, toda la discusión se centraría en el precio.
Sigo amando a Cataluña, pero más por lo que vi que podía ser que por lo que veo que es.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (11 de septiembre de 2000). Subido a "Desde Jamaica" el 11 de septiembre de 2009.
Aprovechando esta conmemoración, hoy llevamos a Recuerdos el texto escrito por Josep M. Garcia a comienzos de mayo de este año al enterarse de la muerte de Javier. Moltes gràcies, Josep.
Comentar