Dos jóvenes murieron ayer en la ría de Arousa al chocar contra una batea de mejillones cuando circulaban a alta velocidad con una moto de agua.
La noticia no me ha sorprendido lo más mínimo. He visto a sus congéneres del Mediterráneo, alguna de las pocas veces que me he animado a abandonar mi plácido retiro de Aigües para bajar a El Campello, Sant Joan o La Vila Joiosa. Van como locos en esas motos infernales, pegando saltos sobre el agua. Lo único que me extraña es que no haya todos los días noticias de submarinistas y nadadores descabezados por esa plaga de niños bonitos.
Forman parte de una moda estival que me tiene perplejo. El que no circula a 120 km./h. sobre una inestable moto de agua desciende a toda pastilla por los rápidos de un río de montaña, se tira de un puente atado por unas cuerdas, se lanza desde una cumbre en plan Ícaro o da trabajo a los talleres de automóviles pegando botes por un camino de monte. La cosa, por lo visto, es jugarse el tipo como sea. Es obvio que encuentran divertido correr a escape por la fina línea que separa la vida de la muerte.
Descartada la posibilidad de ponerme ñoño -la verdad es que la existencia de estos teóricos seres civiles me la trae al pairo-, reflexiono sobre el irresistible atractivo que tiene para ellos jugarse la vida un día sí y otro también. Y llego a una conclusión que me parece inevitable: no le encuentran suficiente atractivo a la vida.
A mí me sucede todo lo contrario. La vida diaria me resulta ya demasiado arriesgada de por sí.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (7 de agosto de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 30 de mayo de 2017.
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