Lo acepto: es posible que sea un inconsciente, pero no comparto el desaforado interés que tantos muestran porque Felipe González dimita o convoque elecciones generales.
No niego que eso tal vez fuera bueno para la Bolsa y los mercados financieros, como aseguran los expertos. Pero -por imperdonable estrechez de miras, sin duda- los problemas bursátiles y financieros no me emocionan ni poco ni mucho (probablemente porque a lo largo del tiempo he comprobado una y otra vez que esas cosas pueden ir de cine sin que por ello mejore en nada mi economía particular).
Aseguran que urge que González se vaya «para que se normalice de una vez la vida política española». ¿Y para qué diablos nos hace falta que se normalice la vida política? Y previo a eso: ¿qué es una vida política «normal»? En España, lo normal ha sido siempre que los de arriba se choteen de los de abajo y les saquen los cuartos. O sea, que lo de ahora es ya normalísimo.
A cambio, le veo un montón de ventajas a que continúe el actual espectáculo. Para empezar, eso me proporciona mucha materia para escribir. (Ya me doy cuenta de que es un criterio un pelín mezquino, pero, qué quieren: primum vivere...).
No descarto que Aznar y su fiera troupe acaben representando un filón igual de productivo para los que vivimos del noble arte de despanzurrar a chapuceros y felones pero, por ahora, Felipe González es pájaro en mano, y Aznar y los suyos, cien pichones volando.
Dejemos que González siga, así sea solo unos meses. Reconozcan que para ustedes tiene también un gran aliciente: obliga a este diario al más difícil todavía. Le ha forzado ya a desembarazarse de varios ministros y de un jefe del Banco de España; le ha sacado los colores con el carrerón de su cuñado -esa especie de De la Rosa a escala, que cuanto peor va su empresa, más dinero acumula él-; le ha puesto patas arriba la Policía, dividido el partido, colocado contra el paredón haciendo que Amedo y Domínguez canten (oigan: y sin torturarles)...
¿Qué hará El Mundo ahora? No me digan que no tienen interés en verlo. ¿Y cómo van a verlo si lo echan?
Jo, déjenle que siga. Aunque lo odien.
Déjenlo seguir, sobre todo si lo odian. Porque, cuanto más siga, más se va a cubrir de lodo, más claro va a quedar qué clase de tipo es, a qué extremos de vileza recurre para mantenerse a flote por un rato más, qué puñaladas es capaz de dar incluso a sus más allegados.
Yo no lo odio -soy incapaz, y además me lo prohíbe mi religión- pero, si lo odiara, desearía que siguiera algo más. Para que la caída sea más dura. Para que se deslome del todo y no vuelva a levantar cabeza jamás en la vida. Para que la Academia acabe admitiendo la palabra «felipismo» como sinónimo de abyección política patológica.
Javier Ortiz. El Mundo (31 de diciembre de 1994). Subido a "Desde Jamaica" el 27 de marzo de 2013.
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