Supe de la muerte de Alberto Sordi mientras estaba de viaje. Me dije que debería escribir algo sobre él. Bueno, no sólo sobre él: sobre toda esa magnífica, inimitable raza de actores, guionistas y directores italianos que nos protegieron durante toda una época, que llenaron nuestra infancia y nuestra adolescencia de inteligencia, de humor y de picardía. Para rendirles homenaje.
No estaba pensando en Antonioni, ni en el Visconti más espeso, ni en el Fellini más pretencioso, ni siquiera en Pasolini, sino en Gassman, en De Sica, en Tognazzi, en Mastroianni, en Manfredi... y en Dino Risi, y en Francesco Rossi... Y en Vasco Pratolini. Qué libros: Crónica de los pobres amantes, Un héroe de nuestro tiempo, Las amigas... Ya sabía que me olvidaría de mil nombres: Monica Vitti, La chica de la maleta, A pie, a caballo y en coche, Claudia Cardinale, Anna Magnani, Arroz amargo... Yo qué sé.
Cuando se habla del viejo buen cine español de los 50 y los 60, del mejor Berlanga -del de antes de que se asiera como un poseso a la escopeta nacional para cazar millones con cartuchos de sal gruesa-, del más entrañable Bardem, del primer Ferreri, de Bienvenido Mr. Marshall, de Calabuig, de Plácido, de El cochecito... ¿de qué hablamos, sino de la modesta sucursal española de la gran Italia de la época?
Aquí éramos italianos por delegación. Y neorrealistas por envidia. Hasta cantábamos en italiano: Endrigo, Modugno, Mina, Carosone...
De haber estado en casa y no danzando por ahí con la vorágine de estos días, me habría tomado un respiro para poner en el vídeo aquella espléndida Vida difícil de Sordi (1961), hecha mano a mano con Risi y Lea Massari. Para recuperar la genial interpretación de Sordi del papel de aquel partisano chapucero, convertido tras la liberación en periodista más o menos izquierdoso y tramposete.
A falta del vídeo, traté de recrear la película echando mano de la evocación.
De regreso a Madrid, he tenido ocasión de cotejar mis recuerdos con el original. Y he comprobado con curiosidad los cambios que mi memoria había hecho en la película desde hace 40 años, cuando la vi, a ahora.
El primer cambio y más sorprendente: recordaba al protagonista como un pícaro, un desenvuelto, un semi-lumpen cargado de patética verborrea izquierdosa. En el original, en cambio, es un pobre hombre entrañable que quisiera sacar adelante a su familia, y que está dispuesto a pagar por ello tragándose su dignidad, pero que no puede soportar el oportunismo y la desfachatez de la Italia de posguerra, puesta por los Estados Unidos en manos de la Democracia Cristiana. No es ningún héroe, pero sí un hombre de principios que odia el mundo del dinero, del sable y del hisopo.
La película es la misma. Se ve que quien ha cambiado en estos 40 últimos años he sido yo: parece que a mis 14 o 15 años era mucho más implacable juzgando a los demás.
A cambio, hay una escena de la película que recordaba con pasmosa fidelidad, aunque yo la situaba al final de la historia (y no). Sale Sordi de una fiesta de postín celebrada a las afueras de Roma, trajeado pero desaliñado, con la corbata suelta, dando traspiés, cagándose en todo lo cagable. Echa a andar camino de la ciudad por una vereda de campo. Empieza a amanecer. Ve que viene hacia él un pastor con su rebaño. Sonríe. Se acerca al hombre con aire amistoso, vagamente paternalista.
-Dime, campesino, ¿eres feliz? -le dice.
Y el otro le responde:
-Déjeme en paz, tío borracho.
La recordaba tal cual, ya digo. Curioso.
Otra curiosidad notable: no guardaba el más mínimo recuerdo del auténtico final, cuando por fin su mujer no sólo no le critica por rebelarse, sino que le anima a hacerlo cuando ve que él flaquea y está dispuesto a humillarse para lograr un lugar al sol que más calienta.
De esa escena no recordaba nada de nada.
Por misoginia infantil, probablemente.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (1 de marzo de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 25 de febrero de 2017.
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