Se acaba. Hoy, cuando llegue la mañana a su término, tomaremos un avión que nos devolverá a la península, o sea, a los calores asfixiantes, al partido de Gil, a la Asamblea de Madrid y al fútbol en China.
No quiero.
Ahora es todavía de noche. Escucho el rumor de las olas rozando la playa de arena negra. Veo al fondo las luces de Santa Cruz de La Palma.
He apagado la radio para retener el silencio.
Se me agolpan los recuerdos de estos días. Los paisajes, sobre todo.
Ayer nos tocó descubrir el sur de la isla. La ruta de los volcanes.
El de Teneguía (aquí a la izquierda) es el más joven de las Canarias. Todavía en 1971 lanzó un caudaloso río de magma rojo, que se superpuso en parte al viejo curso de lava del volcán San Antonio. Al llegar a la costa, entró en el mar y le robó unos metros, sepultando a su paso un manantial de aguas medicinales. En ese punto hay ahora un faro, unas salinas, un pequeño puerto, una playita de piedras negras, algunas casetas de pescadores y un chiringo. Allí recalamos para darnos un baño, comernos un sabroso pescado y bebernos un agradable vino blanco, que sacan de unas vides que cultivan a ras de suelo: «arrastradas», dicen ellos. El vino de Teneguía no es nada del otro jueves, pero bien frío, acompañado de un buen pescado fresco y después de un baño reparador en las aguas transparentes y templadas del Atlántico, entra de cine.
No hemos encontrado en La Palma el agobio turístico de otras islas. Nada que ver con la costa del sur de Tenerife, de Gran Canaria o de Lanzarote. Hay foráneos, sí, pero tampoco demasiados. La mayoría, alemanes educados y poco ruidosos. Gente plácida.
Doy por hecho que habrá discotecas, pero yo no las he visto. Tampoco he visto aglomeraciones.
La población local muestra una actitud amable, pero digna, nada almibarada. La isla es limpia y la tienen muy puesta. No me refiero a los poderes públicos, sino a la gente. Da gloria ver cómo en las casas de campo aprovechan el más mínimo rincón para plantar toda suerte de flores. Bellísimas flores.
Hay mucha agricultura. No parecen depender del turismo.
Cuánto dan de sí cuatro días. Y qué poco.
Me pregunto si me gustaría encerrarme en esta isla a pasar mis últimos años. La idea es atractiva: hay variedad de climas, la naturaleza es un regalo, el agobio nulo, se come bien, los precios son correctos.
Pero quizá disfruto más de todo esto por puro contraste. Porque mi vida es muy otra.
En todo caso, me habría gustado tener unos cuantos días más para decidirme.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (2 de agosto de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 24 de diciembre de 2017.
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