Fin de semana raro. Tenía previsto pasarlo en Aigües tomando el sol, dándome tal vez algún baño en el Mediterráneo. Sin hacer gran cosa. Descansando.
Se me torció.
Literalmente.
Sufrí lo que podría llamarse un accidente doméstico. Estaba solo y me empeñé -jodé, qué cabezota- en cargar un objeto pesado por mi propia cuenta. La espalda me falló. Me sobrevino un desgarrón.
Debió ser importante, porque incluso lo oí. Un crash repelente.
Traté de hacer como si nada, por puro aburrimiento. Mis dolencias me tienen harto. Así que me bajé a El Campello, a charlar con un amigo de Rebelión. Descubrí que nos conocíamos de hace mucho. Fue un grato reencuentro.
Estábamos de cháchara en una terraza a la orilla del mar cuando nos topamos con un periodista amigo, Pepe, de Sant Vicent del Raspeig. La conversación fue muy estimulante. Pepe tiene un proyecto periodístico alicantino, al que le gustaría que me sumara. No desdeñé la idea. Cualquiera sabe.
Regresé a la montaña ya tarde. Casi ni me acordaba de la espalda.
Me acosté pronto.
Ayer domingo me desperté inmóvil. Fijo. Inválido total.
Nada. No había forma. Cada intento de movimiento era un fracaso. Un doloroso fracaso.
Podría detallar la situación, pero me da corte. Una cosa es que esto sea un Diario y otra que funcione como un permanente parte médico.
Resumiendo: acabé incorporándome, pero moverme de aquí para allá era un empeño inútil. Mientras estaba quieto todo funcionaba relativamente bien. Sentado ante el ordenador, o ante la tele, no notaba ninguna molestia. Pero, así que emprendía cualquier tarea, el dolor me asaltaba, inclemente.
De modo que me armé de paciencia y, tras escribir el apunte del Diario, me senté ante la televisión. Y, ya metido en gastos, me tragué de una tacada todos los partidos del Mundial. Vía Vía Digital, valga la redundancia. Argentina-Nigeria, Paraguay-Sudáfrica, Inglaterra-Suecia, España-Eslovenia. Uno tras otro, con cabezadas intermedias, provocadas por el madrugón y los analgésicos.
De todo ello -que fue mucho-, lo que más me llamó la atención fue la actuación de Javier de Pedro, el jugador de la Real Sociedad al que Camacho ha metido en la selección de la Federación Española de Fútbol.
De Pedro nunca me había caído bien. Me parecía un llorón. Como Figo, pero en peor. Un tipo que siempre se está quejando, como aquejado de un permanente ataque de disgusto con la vida, más serio que un palo.
A lo largo de la temporada, en tanto que aficionado realista, lo he visto tropecientas veces. Me he cabreado una y otra vez con ese aire suyo de víctima resignada ante la obligación de jugar con compañeros tan flojos, tan incompetentes. Con esa pose de hastío permanente por convivir con semejante chusma. «¿Qué se creerá que es él?», me preguntaba.
Ayer, de repente, comprendí que estaba equivocado. De Pedro es, efectivamente, un hombre desaprovechado, que está malgastando su carrera profesional en un equipo mediocre. Puesto junto a otros jugadores excepcionales, es buenísimo. Tiene chispa, genio, visión de la jugada. Sabe. Vale. Pero, para que alguien pueda aprovechar un pase tan impresionante como el que él le hizo a Valerón, hace falta que ese alguien tenga la categoría de Valerón.
¿Por qué lleva tantos años ese pobre hombre en la Real Sociedad, en vez de hacerse multimillonario en un equipo grande? Es incomprensible. ¿Sólo Camacho se ha dado cuenta de sus potencialidades?
Llegué a la conclusión de que un equipo de fútbol viene a ser como un equipo de música. De poco vale que el amplificador sea buenísimo si los altavoces son una caca. Al final, suena de pena.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (3 de junio de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 28 de abril de 2017.
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