Un millón de peregrinos en El Rocío. Un millón de devotos en la misa del Papa. Un millón de manifestantes contra la guerra en Irak.
Parecen cifras enormes. Y lo son. Pero conviene mirarlas con cierto distanciamiento. Y no me refiero sólo al hecho de que por lo común esos pretendidos millones no suelan ser tales -a no ser que algunos millones sean mayores que otros-, sino también a su más que discutible representatividad. La de todos.
Al final de la grandísima manifestación de Madrid contra la política belicista de Aznar, un amigo me dijo, con aire extasiado:
-¿Te das cuenta? ¡Ha venido un millón de personas!
Y yo le respondí:
-Sí, pero ¿has hecho la cuenta de toda la gente que no ha venido?
Lo dije sólo por relativizar las cosas. La verdad es que no sospechaba que la relatividad iba a ser tanta. Porque no sólo había que considerar toda la gente que no había ido, sino también la solidez y la claridad de las convicciones de las personas que sí habían ido. A buena parte de ellas, la indignación por la guerra -y por el Prestige, y por todo lo demás- le duró quince días. Como mucho.
El día de las últimas elecciones me planté a muy primera hora en el colegio electoral que me correspondía. En plan cotilla, me dediqué a escuchar las conversaciones del personal que se acercaba a votar. Regresé a casa deprimido. No porque me disgustaran las opiniones políticas que registré -que también- sino, sobre todo, por el ínfimo nivel de información que revelaban. Oí auténticas barbaridades. Los había que ni siquiera identificaban a los candidatos principales. Otros admitían que se habían plantado allí sin saber a quién acabarían por votar. En general, los datos que manejaban eran de una inconsistencia apabullante.
Llegué a preguntarme si no sería oportuno imponer una especie de reválida elemental para confirmar el derecho de voto. Veamos: no se deja votar a los menores de 18 años porque se supone que todavía no han adquirido el suficiente grado de discernimiento, ¿no? Pues bien: ¿qué nos permite afirmar que a los 18 ya lo han alcanzado, y que lo van a conservar hasta la tumba?
Lo malo del régimen democrático no es que todo el mundo tenga derecho a opinar de todo, como sostienen los antidemócratas, sino que sólo se le concede el derecho a opinar ocasionalmente, y sólo sobre un asunto -quién va a mandar sobre él-, doble circunstancia que le empuja a no tomarse en serio el deber de pensar por su cuenta. Si tuviera derecho a decidir sobre todo lo que finalmente le va a suceder -y va a padecer-, lo mismo hacía un esfuerzo y se enteraba.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (10 de junio de 2003) y El Mundo (11 de junio de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 29 de junio de 2017.
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