Algunos días estoy de mejor humor que otros.
Hay quien sostiene –quizá no sin cierto fundamento– que a veces mi humor es simplemente espantoso, a diferencia del resto del tiempo, que resulto por completo inaguantable.
Ayer no tenía yo un buen día, para qué nos vamos a engañar. Arrastro por estas fechas un catarro apocalíptico, de ésos que hacen la felicidad de don Kleenex y míster Gelocatil. No es que esté acatarrado: soy un catarro con forma relativamente humanoide.
Y eso no me gusta. Qué queréis: no acabo de disfrutarlo.
Pasé ayer el día, ya digo, mascullando improperios, doblemente cabreado por penar tan lamentable estado en mi refugio mediterráneo de Aigües, en el que –imagino que sólo por llevar la contraria a los telediarios– el sol brillaba alegremente, invitando a la gente sana a tumbarse al aire libre y recuperar una parte del bronceado estival.
Las noticias decían que sólo a un tiro de piedra de aquí el personal estaba anegado, saliendo de sus casas a nado. Supongo que mentían, probablemente para que la sección de sucesos no contrastara excesivamente con el resto.
En ésas –entre tacos y blasfemias– anduve todo el día, hasta que, llegada la noche y tras probar unas nécoras y unos bígaros –que yo llamo karrakelak y Charo caracolillos, porque tampoco es cosa de ponerse de acuerdo–, afronté la dura tarea de ver una película por televisión.
La madre que los parió.
Se llamaba Juana de Arco, y contaba la historia –la leyenda– de la heroína francesa ésa de los cojones, todo el rato teniendo visiones y enviada por Dios de aquí para allá, sufriendo mucho y dando gritos sin parar sable en mano.
Era un pestiño de los que hacen ahora, con imágenes muy espectaculares y cabezas cortadas de un tajo y venga de travellings porque sí y paisajes con filtrazos que hacen que el cielo parezca de color naranja.
Pero lo que me sacó definitivamente de quicio es que todo el mundo decía todo en inglés. La tal Juana luchaba contra los ingleses en inglés. Llamaba a matar a los ingleses en inglés. Les conminaba a regresar a su isla y lo hacía en inglés. En un inglés que parecía misteriosamente llevado hasta la Francia del siglo XV desde las praderas del Kentucky de hoy. Pero inglés, al fin y a la postre.
Estoy dispuesto a aceptar que Dios sufriera un súbito ataque de chauvinismo y quisiera por aquel entonces la victoria de Francia contra Inglaterra, aunque eso contradiga su comportamiento en otras películas. Pero, joder, lo que no tiene sentido es que fuera anti-inglés en inglés. Yo no sé mucho de Historia remota de Francia –me la conozco sólo a partir de 1789–, pero estoy seguro de que la Inquisición francesa no hablaba en inglés. Y el Rey y la Corte de Francia, tampoco. No tiene sentido.
Francamente: no aguanto más. Ya tuve que soportar que Espartaco hablara inglés, en vez de latín, y que el Cid lo mismo, y que tuviera un aspecto de presidente de la Asociación Norteamericana del Rifle que te cagas. Pero por lo menos Espartaco y el Cid no tenían ningún contencioso, que diría Otegi, con la gente de habla inglesa. El día menos pensado Hollywood hace una película sobre la lucha de Juan Martín el Empecinado contra los franceses y todo pichichi habla en ella en inglés.
Vale que estoy de mal humor. Lo admito. Pero que no me sigan tocando las narices recontándome la Historia Universal en inglés a todas horas y en todos los canales de la tele, porque lo mismo acabo por montar en cólera... y me tomo otro Gelocatil.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (3 de noviembre de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 26 de junio de 2017.
Comentar