Ayer volvió a la carga el diputado Joaquín Almunia: Aznar les amenaza, el Gobierno les amenaza, y eso es muy preocupante, por más que ellos, felipistas de pulquérrimo pasado, no teman amenaza alguna.
Todos creemos saber de sobra cómo funcionan las amenazas. Lo aprendimos de críos. Nos enteramos entonces de que hay dos géneros básicos de amenazas: las directas y las indirectas. Se nos presentaba un grandullón y nos decía: «O me das tu boli nuevo o te parto la cara» y, a partir de ese momento, ya teníamos muy claro cómo son las amenazas directas. Rompíamos el jarrón de la sala, abandonábamos el lugar del crimen con disimulo y nos topábamos con otro pendejo enano que nos musitaba: «¡Te he visto! Si no me das tu boli nuevo, le digo a papá que has sido tú». Y así nos enteramos de cómo son las amenazas indirectas, también denominadas chantaje.
Hay gente que aprendió eso en su infancia y ya cree que lo sabe todo sobre las amenazas. Craso error. La amenaza, en general, y muy particularmente esa variante tan especial suya que es el chantaje, es un instrumento que puede llegar a adquirir una enorme complejidad. Su correcta utilización constituye un verdadero arte, que no todo el mundo es capaz de dominar.
Por ejemplo, es obvio que Aznar no lo domina ni medio bien. Lo ha demostrado con su amenaza parlamentaria del miércoles a los felipistas: «No me hablen ustedes de los GAL, que no les conviene».
Qué chapuza.
El primer mandamiento del chantaje entendido como un arte ordena no amenazar a la víctima sino cuando se está en condiciones de causarle un daño real, llegado el caso. Para lo cual se precisan dos cosas: tener con qué y estar dispuesto a ello. Porque uno de los riesgos que se corre en el curso del chantaje es que el chantajeado, más por desesperación que por valentía, se ponga farruco, al estilo de Almunia, y responda en plan western: «Venga, vamos, dispara». Del mismo modo que sólo debe empuñarse amenazadoramente un revólver cuando se está dispuesto a apretar el gatillo si hace falta, el arma del chantaje no hay que esgrimirla salvo cuando uno se sabe capaz de cumplir la amenaza. En cuyo caso no es imprescindible tirar a matar. Basta con hacer como los fríos pistoleros del Oeste: disparar a un brazo o una pierna, para bajar los humos al inconsciente.
Aznar ha violado lastimosamente esa ley básica del buen chantajista. Ha amenazado soltando un «Más te vale estarte calladito, bocazas» y, cuando el bocazas ha demostrado su inquebrantable voluntad de seguir siéndolo, se ha salido por peteneras, en versión Rodríguez.
Cada cual tiene que asumir que es como es, y dejarse de ínfulas y pretensiones. Aznar no vale para perdonavidas. Sabe hacer daño, sin duda -yerran los que le dispensan de maldad y zorrería-, pero lo suyo es matar a la chita callando. Le va el veneno; no el revólver.
Debería dejar el arma afilada de la amenaza para quienes saben usarla sin herirse ellos mismos.
Javier Ortiz. El Mundo (12 de octubre de 1996). Subido a "Desde Jamaica" el 16 de octubre de 2012.
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