Mucho se habla en la actualidad sobre el «blindaje» de las competencias autonómicas al que aspiran los partidos catalanes, con excepción del PP, y no es poca la gente que se pregunta de qué narices se está hablando.
Trataré de explicar cuál es, en mi criterio, el fondo de lo debatido.
Estamos ante una demanda -hoy catalana, pero ya antes formulada por el Ejecutivo de Vitoria- que afecta a dos atribuciones fundamentales que se reserva el poder central en detrimento de las comunidades autónomas.
Una, muy extrema pero no por ello menos real, es la posibilidad que tiene de suspender la propia autonomía, en todo o en parte, en el caso de que considere que el Gobierno autónomo que sea se ha excedido gravemente en sus atribuciones.
Otra, mucho menos radical pero mucho más practicada, es la de administrar a su gusto las transferencias de poder que fijan los estatutos de autonomía correspondientes, abriendo el grifo o cerrándolo según lo tenga a bien, sin que el Gobierno de la comunidad autónoma afectada pueda hacer nada para impedirlo. Un ejemplo verdaderamente llamativo de esto lo ofrece el Estatuto de Autonomía de la Comunidad Autónoma Vasca: un cuarto de siglo después de su promulgación legal con rango de Ley Orgánica, los sucesivos gobiernos de Madrid siguen sin materializar algunas de las transferencias previstas en él. Y lo que es más escandaloso en términos jurídicos: proclaman que lo harán cuando el Gobierno vasco cumpla tales o cuales condiciones que no figuran en absoluto en el texto del propio Estatuto.
Lo que plantean ahora los representantes políticos de la mayoría de los catalanes y los vascos es que sus estatutos de autonomía deben ser considerados como contratos de convivencia que sus pueblos suscriben con los mandatarios del poder central. En consecuencia -dicen-, deben funcionar como todos los contratos que, por definición, no pueden ser administrados y menos aún alterados de manera unilateral por uno de sus signatarios. Reclaman los unos y los otros que las diferencias que pueda producirse en la interpretación o la ejecución de tal o cual aspecto del contrato deba sea dirimida por una tercera instancia, realmente imparcial y reconocida como tal por ambas partes, y que no quede en manos del poder central, sea por vía directa o por intermedio de alguno de los tribunales cuya composición dimana, en lo esencial, de la relación de fuerzas PSOE-PP.
Por su parte, el Gobierno de Rodríguez Zapatero, respaldado en ello por el PP sin sombra de vacilación, viene a replicar, aunque no lo diga así, que admitir ese planteamiento supondría, en el fondo, tratarse de tú a tú con Euskadi y Cataluña. En su criterio, los estatutos de autonomía son concesiones del poder central que, en tanto que tales, éste puede administrar a su guisa, ampliándolas, congelándolas o reduciéndolas según lo tenga a bien. Otra cosa es en qué medida quiera ejercer ese derecho; pero tenerlo, lo tiene.
Suele decirse que todos los caminos conducen a Roma. Eso dejó de ser cierto desde el fin del Imperio. Lo que puede afirmarse aquí y ahora sin sombra de duda es que toda discusión importante entre los representantes del Estado español y los electos de la mayoría de los vascos y catalanes acaba conduciendo al problema de fondo: el del sujeto de la soberanía. ¿Vascos y catalanes no son sino componentes del único e indivisible pueblo español, y a los deseos del conjunto de éste han de someterse en todo caso, quieran que no, o ha de reconocérseles voz propia y derecho a actuar en función de sus designios?
Denle al asunto todas las vueltas que quieran. El dilema es ése. Hablen de blindajes o, lisa y llanamente, de autodeterminación.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (9 de septiembre de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 31 de julio de 2017.
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