Santiago Carrillo consagró esa denominación tan pomposa: «las fuerzas de la cultura». Fue aquello en vísperas de la transición. El entonces secretario general del PCE se refería a la intelectualidad y el artisterío. Según él, ese personal estaba destinado a las más altas metas. España iba a convertirse en el faro y guía de la izquierda de Occidente gracias a «la unión de las fuerzas del trabajo y de la cultura».
No sé cómo se las arregló Carrillo para que sus sucesivos inventos programáticos me parecieran siempre perfectos bodrios, uno tras otro. En todo caso, éste no fue excepción. Desde el primer momento consideré que era absurda la identificación que establecía entre los artistas e intelectuales y la izquierda. Siempre ha habido artistas e intelectuales de posiciones políticas muy reaccionarias pero de pensamiento e ingenios muy valiosos –así, sin ir más lejos, y por poner un ejemplo: Quevedo–, del mismo modo que siempre ha habido grandes artistas muy ignorantes en todo lo ajeno a su especialidad. Y por qué no. Y a mí qué.
Es bien cierto, eso sí, que la opinión pública de los 70 y primeros 80 se acostumbró a considerar que esos gremios estaban vinculados en su mayoría con el conjunto de las causas comúnmente tenidas por progresistas. Cosa que se consiguió, en buena medida, gracias a la fantástica proliferación de manifiestos firmados por notables de las letras, las cátedras, los escenarios y los platós, manifiestos que empezaban sistemáticamente con la misma fórmula ritual: «Los abajo firmantes...» y que proseguían luego de cualquier modo: defendiendo el derecho al aborto, solidarizándose con tales o cuales represaliados, oponiéndose al ingreso de España en la OTAN, reclamando mayores cotas de autonomía para las nacionalidades y regiones, criticando la existencia de este o aquel campo de tiro para uso y disfrute de las Fuerzas Armadas... En fin, de todo. Apenas había día que los periódicos no publicaran algún manifiesto de este tenor, lo que condujo a que, poco a poco, los artistas e intelectuales que más frecuentemente aparecían en ellos, acabaran por ser conocidos como los abajofirmantes.
Pero pasó el tiempo. Y con su ayuda y bastantes más, el PSOE acabó por llegar al Gobierno. Lo que entrañó la deserción de buena parte de los abajofirmantes y su consiguiente integración en tales o cuales áreas progubernamentales.
Se cuenta que Goebbels decía: «Cuando oigo hablar de cultura, echo mano a la pistola». Nunca me he creído la supuesta anécdota, porque me consta que el jefe de propaganda de Hitler era un hombre culto. Nazi y repugnante, pero culto (estamos en lo de antes). En todo caso, lo que sí es verdad es que el PSOE dio al dicho un giro no por esperado menos productivo. Lo suyo fue: «Cuando oímos hablar de cultura, sacamos la chequera».
Empezaron a comprar intelectuales y artistas a tanto el kilo, y se quedaron solos. ¿Que éste es del teatro? Subvención al canto. ¿Que del cine? ¡Ración doble! ¿Catedrático de qué, dices? ¿De Filosofía? Con cuarto y mitad va que chuta. ¿Que ésta canta y vende? Me la saques de pregonera en media docena de pueblos de la periferia, y a millón el bolo. Y me traes al otro a la Bodeguilla para echar un billar. Y sondéamelo a ver si vendría al mitin del sábado: como te diga que no, me lo pasas a la lista negra (pero te dirá que sí, ya verás).
Había mucho dinero, pero demasiada gente. Al final, flaqueó el presupuesto. Era imposible comprar a todos, incluso contando con los que se negaban a fijarse una tarifa. Incluso contando con los que no querían saber nada de sociatas, por la derecha o por la izquierda.
Con lo cual quedó un cierto remanente de abajofirmantes, que siguieron –aunque mucho más espaciadamente– dando la vara: que si los GAL, que si la corrupción, que si la OTAN, que si el paro, que si el nepotismo... El PP se interesó por algunos, y congenió con un puñado. Logró hacer buenas migas –y le encantó: se lo tomó casi como si fuera una travesura– con algunos veteranos izquierdistas hartos de no pintar nada en la buena sociedad y dispuestos a demostrar al mundo hasta qué punto habían conseguido superar «la tópica división derecha / izquierda». Y también con más de un viejo enfant terrible de las letras, del periodismo... o de lo que sea, dispuesto a subirse a cualquier carro con tal de no tener que andar.
Cuando el PP llegó al Gobierno, hizo lo que pudo. Como antes el PSOE. Tiró de chequera. Y compró lo que le pareció más interesante, dentro de lo que quedaba disponible (o de lo que volvía a estarlo, tras el fiasco socialista). No captó ya tanto, pero sí lo suficiente como para desmantelar, ya casi por entero, el gremio de los abajofirmantes.
Ahora sigue saliendo de vez en cuando algún manifiesto. Lo sé, porque los firmo casi todos. Pero ya apenas queda rastro de la recua inevitable de los tiempos de la transición, de las viejas «fuerzas de la cultura» que adulaba Carrillo. Incluso cuando te topas con una buena porción de aquellas supuestas veteranas glorias paseándose por el escenario de los premio Goya con una pegata contra la guerra cogida con un imperdible al vestido (lo han explicado: «Para no estropear los trajes»), no puedes evitar que te entre la risa: «¡Pero adónde va ése, que sostuvo al PSOE durante la Guerra del Golfo y disculpó los GAL!», «¡Pero anda y mira la otra, qué morro!», etcétera. Están ahí, abriéndose un hueco entre los que sí siguen en la brecha, y combatiendo, para vengarse de la última subvención que les han negado, o para ganarse simpatías, o para parecer algo.
Haced el recuento de lo que fueron en su día los abajofirmantes. Veréis que el 90% son ahora servidores entusiastas y disciplinados de alguna multinacional, o complacientes correveidiles de algún gran emporio multimedia, o directivos de alguna Fundación bancaria, o miembros de algún comité semioficial (u oficial del todo), o aduladores de tal o cual gurú con mando multimillonario en plaza. Lameculos, en suma.
Ésa ha sido su evolución: de abajofirmantes a lameculos. Y a eso seguirán entregados, mientras les sigan pagando. Y mientras los tenedores del poder continúen adulando su vanidad, fingiendo que les pagan a precio de oro por razones que no tienen nada que ver ni con su lengua de cobradores serviles ni con el culo maloliente de quien les paga.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (6 de febrero de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 10 de febrero de 2010.
Comentarios
Escrito por: xose.2010/02/10 11:23:14.771000 GMT+1
Escrito por: Ego.2010/02/10 13:42:36.943000 GMT+1