Se va a conmemorar con mucho fasto el centenario del nacimiento de Salvador Dalí.
La izquierda nunca ha sentido mucha simpatía por el pintor de Figueres.
Es sin duda muy comprensible que no le guarde demasiada consideración política, a la vista del empeño que el propio Dalí ponía en dejar clara su adscripción monárquico-franquista. Lo que ya no resulta tan razonable es que muchas personas sin apenas conocimientos pictóricos se lancen con total osadía a emitir juicios radicales sobre la categoría artística de su obra, poniéndola de vuelta y media. En lo que a mí respecta, declaro con plena tranquilidad que la mayoría de sus cuadros no me interesan, pero eso puede muy bien ser culpa de mi propio gusto, no demasiado educado en este campo del arte. Por lo demás, me sucede con muchos más pintores, varios de ellos muy reputados. Giorgio de Chirico, sin ir más lejos. Jackson Pollock. Bartolomé Esteban Murillo. José Gutiérrez Solana. Ya ven: soy muy ecléctico en mis disgustos.
Algunas de las acusaciones que suelen dirigirse contra Dalí me hacen particular gracia.
Se le reprocha, por ejemplo, su desmedido amor por el dinero. Y es verdad que lo tenía. Un amigo suyo me contó que llegó a autentificar cuadros falsos para repartirse los beneficios con el falsario. Pero lo que no tiene sentido es denunciar el afán de riqueza de Dalí como si fuera una rara peculiaridad suya. Me han contado anécdotas de Pablo Ruiz Picasso que encajarían a la perfección en la biografía dibujada del Tío Gilito. Y me sé de la fijación pesetera de algún artista que ha pasado a nuestra Historia más próxima como ejemplo de fina espiritualidad y excelsa pureza democrática, cuando manejaba más dinero negro que varios constructores inmobiliarios juntos.
Lo que pasa es que Dalí no disimulaba.
Dalí era un redomado oportunista, sin duda, pero, a diferencia de lo que es costumbre, lo exhibía con total impudicia. Su franquismo no era más interesado que el presunto democratismo de otros artistas, contemporáneos o posteriores. Alguna vez he recordado la anécdota que provocó muy a su pesar un plumífero falangista que le pidió en un programa en directo, allá por los sesenta, que dijera alguna de «esas ocurrencias tan absurdas suyas». Y Dalí, picado, le contestó haciendo un elogio de Franco.
Era un atrevido. Sus escritos -los que he podido leer, algunos de ellos excelentes- dan cuenta de su osadía y de su gusto por la transgresión.
Cantaba Jacques Brel que el mundo actual se adormece por falta de imprudencia. Dalí fue un imprudente, y eso es siempre de agradecer. Porque la imprudencia intelectual puede producir -y suele producir- grandes pifias, pero también abre caminos, anima a imaginar, da ideas, predispone para el cambio.
La transgresión nunca es de derechas. Y menos todavía monárquico-franquista.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (2 de enero de 2004) y El Mundo (3 de enero de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 5 de mayo de 2017.
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