Una vez establecido que el reparto desigual de la riqueza es el fundamento último del orden social, el resto es cuestión de formas.
Pero el resto es mucho.
De ahí que las formas sean tan importantes. Porque un reparto desigual puede ser más o menos desigual. Y siempre es preferible -para el que sale perdiendo, quiero decir- que no lo sea demasiado. Y puede imponerse a lo bestia, encarcelando o limpiando el forro al disidente, pero también puede hacerlo respetando benévolamente la discrepancia -hipótesis que, por razones tanto de tipo teórico como material, resulta más confortable.
Solemos llamar «democracia» a cualquiera de los diversos sistemas políticos que han sido ideados para resolver con elegancia y tacto el enojoso asunto del reparto desigual de la riqueza: los ricos van a lo suyo, pero aceptan que la mayoría tenga lo suficiente para sobrevivir con cierta dignidad, y le dispensan un trato educado. Técnicamente la democracia es otra cosa, pero en la práctica consiste básicamente en eso. En términos comparativos -o sea, viendo cómo anda el mundo-, hay que admitir que la democracia es un chollo. Te dejan decir lo que te viene en gana, o casi; puedes juntarte con otros inadaptados que también gustan de soltar lo que se les antoja, y hasta de tanto en tanto te invitan a que votes para decidir quiénes de entre ellos tendrán la sartén por el mango durante los años siguientes.
En tiempos, algunos insaciables calificábamos esas libertades de «formales», con distante desdén. Pero el tiempo, ay, nos ha llevado a la conclusión de que la única alternativa realmente existente a esas libertades formales no es otro tipo de libertades, más hondas, sino la ausencia de libertades, a secas. Gracias a lo cual, hemos aprendido, no ya a valorar mejor las formas, sino a defenderlas con entusiasmo, y hasta a exigirlas vehementemente cuando algunos no las respetan.
Sentado lo cual, se entenderá cuán profundamente me preocupa lo mal que está la Justicia española en materia de formas. Por ejemplo: designar a José Augusto de Vega, reputado valedor de Rafael Vera, para que presida la Sala Segunda del Tribunal Supremo, encargada de juzgar a su valido, es algo que se entiende muy bien en cuanto al fondo, pero no en lo que hace a las formas: las maltrata. Pasa lo mismo con el artificioso litigio que se ha sacado de la manga el aún fiscal jefe de la Audiencia Nacional, José Aranda, para tocarle bien las narices al juez Gómez de Liaño, que se niega a enterrar la verdad junto a los restos de Lasa y Zabala. Se comprende que don José quiera servir a sus señores. Nada más natural. Pero ¿no podría cumplir la tarea con algo más de finura, o de disimulo, si se quiere?
La primera vez que escuché la sentencia de Fouché «C'est pire qu'un crime; c'est une faute» («Es peor que un crimen; es un error») torcí el gesto. ¿Un error, peor que un crimen? No había entendido todavía que la democracia es, antes que nada, un problema de formas.
Javier Ortiz. El Mundo (4 de diciembre de 1996). Subido a "Desde Jamaica" el 11 de diciembre de 2011.
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