Fue casi imposible sustraerse anteayer al recuerdo de una escena sorprendentemente parecida, vivida ya hace años: un presidente de Gobierno ensoberbecido, displicente, cansado pero, sobre todo, transparentemente irritado ante la inesperada insolencia de un mindundi de la oposición que se presenta con un carromato de reproches y que se atreve a espetarle: «¡Usted no tiene futuro!». Como quien dice «¡Váyase!».
«Frases vacías», escupió entonces Felipe González, despectivo. «Frases vacías», masculló anteayer José María Aznar con idéntica altanería. «¡Usted no tiene una verdadera alternativa!», condenó González. «¡Usted no tiene una verdadera alternativa!», condena Aznar.
El debate sobre el estado de la Nación de 1994 no aportó nada sustancial a la realidad política del momento, pero marcó el inicio del irresistible declive de un líder. A partir de aquel día, González ya no volvió a ser el mismo.
Igual que su antecesor hace ocho años, Aznar se equivocó anteayer por entero de planteamiento. Una cosa es que esté empeñado en exhibir ante la opinión pública una imagen de político nada apoltronado, que tiene la cabeza llena de proyectos -casi todos ellos represivos, eso es cierto-; otra es que se olvide de que un Debate sobre el Estado de la Nación está para lo que está, y ha de versar sobre los proyectos que el Ejecutivo ha convertido en realidad, no sobre los que tiene en lista de espera o se le han ocurrido la víspera.
Con Aznar entregado al patinaje, Rodríguez Zapatero tampoco tuvo que esforzarse gran cosa para dejarlo en evidencia: le bastó con hacer el recuento de todos los asuntos esenciales para la vida de la ciudadanía que su oponente ni siquiera se había dignado mencionar.
No se trató de un mero error táctico, sino del fruto inevitable de toda una larga serie de diagnósticos voluntaristas y de tozudas incomprensiones de la realidad. Aznar está convencido de que lo hace muy bien, y no es verdad. Y da por hecho que sus críticos son unos bocazas, y tampoco.
Transitó de error en error por culpa de su petulancia. Se equivocó cuando cayó en la tentación de sermonear a la oposición -su antecesor también solía hacerlo- dándole consejos de buena conducta, como el cocodrilo de Samaniego al perro del Nilo. Y volvió a equivocarse cuando perdió lastimosamente la compostura ante las críticas de los nacionalistas vascos: les respondió de manera tan desabrida e insultante que evidenció su nula intención no ya de dialogar, sino incluso de convivir con ellos.
Nadie tan peligroso como el que se cree infalible y mete el cuezo: incapaz de rectificar, siempre intenta salir del atolladero llevando las cosas todavía más lejos.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social y El Mundo (17 de julio de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 26 de julio de 2017.
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