En todas las discusiones sobre los nacionalismos se hace notar un sector que se proclama no nacionalista. Internacionalista o, alternativamente, cosmopolita.
Yo mismo suelo declararme a veces internacionalista, para abreviar. Pero soy consciente de que se trata de una simplificación francamente abusiva.
Nadie está en condiciones de superar por completo toda inclinación nacionalista. Del mismo modo que nadie, por crítico que sea, puede superar nunca del todo la ideología dominante. Los sustratos sentimentales, sedimentados durante nuestra infancia en el inconsciente, no se borran a voluntad, y menos todavía de un plumazo.
Sólo en la medida en que seamos conscientes de esa realidad nos será posible mantenernos vigilantes ante sus inevitables manifestaciones, y reprimirlas (o, si se prefiere un término más suave, corregirlas). Aquellos que se creen libres de toda influencia nacionalista están expuestos a los mismos peligros que los periodistas que se consideran objetivos. Unos y otros sitúan su subjetividad en el limbo de lo incontaminado. Pero ese limbo no existe.
En alguna ocasión he escrito en este mismo Diario que mi internacionalismo (relativo) no es resultado de ninguna superación angelical de toda querencia nacionalista, sino del armisticio que decreta mi cerebro tras ver cómo pelean en su interior los diferentes nacionalismos que lo habitan. Como quiera que soy algo nacionalista vasco, un poco nacionalista catalán, un poco nacionalista valenciano, un tanto nacionalista español, otro tanto francés, no poco eurocentrista... se me monta un cacao (senti)mental considerable, que sólo puedo neutralizar haciendo valer el imperio de la ley: mi ley ideológica dice que esas cosas deben someterse -con fórceps, si se tercia- al valor superior de la Razón, acotando tajantemente el campo de acción de las pulsiones tribales.
Nadie es internacionalista. El internacionalismo constituye, todo lo más, un desiderátum: algo a lo que algunos tratamos de acercarnos en sorda pelea con nosotros mismos.
Precisamente por ello, no debemos permitir nunca, cuando hablamos de estas cosas, que nuestras vísceras tomen el lugar de nuestro cerebro. Porque, en cuanto lo hacen, hablan por boca de los nacionalismos que habitan en los pozos ciegos de nuestro inconsciente.
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P.S.- Varios amigos me han escrito, tras la lectura de algún anterior apunte de este Diario, para pedirme que no meta en el mismo saco el nacionalismo agresivo de quienes avasallan y el nacionalismo defensivo de quienes tratan de no permitir que se les avasalle. Por supuesto que no es lo mismo el orgullo nacional de quienes se creen superiores que el orgullo nacional de quienes reclaman un trato de igualdad. Pero, cuando de lo que se habla es del menosprecio hacia tal o cual modo de ser -o de vivir- ajeno, también el desdén del sometido merece su correspondiente crítica (v. gr.: el desprecio hacia el pueblo de los EUA, bastante habitual en aquellos lares que han sufrido las consecuencias del imperialismo norteamericano).
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (28 de febrero de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 5 de marzo de 2017.
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