Puede parecer paradójico, e incluso directamente contradictorio: George W. Bush, el que con tanto entusiasmo aplicó en sus tiempos de gobernador de Texas la pena de muerte y la sigue defendiendo en general, incluso en las condiciones más extremas, ha realizado todas las maniobras legales posibles para forzar que se conecte la máquina de nutrición que ha venido manteniendo en vida meramente vegetativa a una mujer, Terri Schiavo, en una clínica de un estado de Florida, desde hace 15 años y sin posibilidad de recuperación. Ha llegado a fabricar una ley ad hoc, para ser aplicada a una sola persona, y ha utilizado al Congreso de Representantes para desactivar una sentencia firme de un tribunal de estado. Según quienes saben de esas cosas, ambas actuaciones son contrarias a la Constitución de los EEUU y es muy probable que acaben siendo declaradas inconstitucionales.
Pero no hay contradicción ninguna. En ambos casos, lo que ha hecho George W. Bush es erigirse en paladín de las posiciones de los sectores más reaccionarios de la sociedad norteamericana, que es perfectamente capaz de compatibilizar la oposición más cerrada a la eutanasia, activa o pasiva, y la aplicación de la Ley del Talión en que se basa la pena de muerte. En ambos casos, asimismo, ha demostrado su capacidad para violentar el espíritu de las leyes -lo hacía con la pena de muerte, por ejemplo, cuando ordenaba la ejecución de personas que en el momento de cometer el crimen eran menores de edad-, con tal de dar satisfacción a esa fracción ultra del electorado (y, ya de paso, darse también satisfacción a sí mismo).
Estamos ante un caso nada contradictorio de tipejo que desprecia la dignidad de la vida humana en todos los frentes posibles.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (21 de marzo de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 19 de noviembre de 2017.
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