Hija del tiempo histórico en que fue elaborada, la Constitución española está salpicada de enfáticas proclamas progresistas. Casi todas meramente retóricas, como el progresismo de quienes las promovieron: cosa de ganarse el aplauso de la galería sin comprometerse a nada concreto y práctico.
Una de esas lindezas progresistas es la que aparece en el artículo 25.2. Dice: «Las penas privativas de libertad... estarán orientadas hacia la reeducación y la reinserción». Es una opción decisiva: implica la renuncia a considerar la reclusión del delincuente como un fin en sí mismo (la venganza que la sociedad se toma con quien le ha causado un daño), para entenderla sólo como un medio (la vía que debe seguirse para conseguir que el reo rectifique y recupere la condición de honorable ciudadano).
Se puede objetar que esa filosofía penitenciaria no es, ni mucho menos, representativa del sentir de la inmensa mayoría de la sociedad española actual. Ni de la actual ni de la de 1978, si vamos a eso. Sea: reformen la Constitución, ajústenla a la ley del Talión, puesto que de eso se trata. Pero, mientras no lo hagan, aténganse al mandato de la llamada ley de leyes.
Conforme a ella, los beneficios penitenciarios, del tipo del tercer grado, deben entenderse como una constatación de los progresos que hace el reo en el proceso de su reinserción. Se le va dulcificando la pena en la medida en que él va dando pruebas de su aptitud para vivir en libertad sin dañar al resto de los ciudadanos.
Descendamos de lo general a lo particular. ¿Merece Mario Conde, según ese criterio constitucional, que se le concedan las ventajas del tercer grado? No parece. Por lo que dice él mismo, no se muestra nada arrepentido de su fechoría. Es más: asegura que, de encontrarse en similares condiciones, volvería a actuar tal cual. Dejarlo salir a la calle supone contrariar el criterio fijado por la Constitución.
Es muy cierto. Tanto... como lo contrario. Porque negar a Conde el tercer grado supondría infringir otra norma constitucional: la que determina la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. ¿Por qué los de Filesa sí y él no? En el caso de los financiadores ilegales del PSOE se arguyó que ya no podrán cometer un delito como el que les llevó a la cárcel. ¿Y Mario Conde? ¿Alguien cree que existe el peligro de que si sale libre un par de días por semana algún banco lo nombre presidente?
¿Entonces? ¿Tercer grado para Conde, bien o mal?
El dilema es más aparente que efectivo. Solamente se plantea si uno trata de afrontar este asunto específico, como lo he hecho yo, a partir de los principios de la Constitución. Así no tiene solución. De respetarse esos principios, nada sería como es, y ni Conde ni los de Filesa -ni tantos otros- habrían podido ser lo que fueron.
El error está en tomar España por ese Estado social y democrático de Derecho del que tanto -y tan vanamente- habla la Constitución.
Javier Ortiz. El Mundo (8 de agosto de 1998). Subido a "Desde Jamaica" el 20 de agosto de 2011.
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