He oído y leído varios comentarios acerca de la gracieta que dejó caer anteayer Felipe González en los pasillos del Congreso a propósito de la espectacular espantá de la oposición: «Me ha recordado las asambleas de estudiantes en la facultad».
Mucho me temo que ninguno de los exégetas de González ha sabido interpretar correctamente la frase en cuestión. No se han dado cuenta de que fue, en realidad, otro lapsus de su díscolo subconsciente. La escena del Congreso le trajo a la memoria las asambleas estudiantiles de su juventud, sí, pero no por el comportamiento de los demás, sino por el suyo propio. Porque el jueves él actuó exactamente como lo hacía entonces: se quedó callado. Dejó que fuera otro el que pusiera la cara para que se la partieran.
Si algún día alguien se anima a rastrear en las andanzas políticas juveniles de González, comprobará que hace treinta años era como ahora. Tal cual. Ya en sus años mozos se las arreglaba para estar a las maduras y eludir las duras. Mientras otros luchaban contra la dictadura franquista arriesgando su libertad, él se quedaba a prudente abrigo. Pero no porque la política no le interesara. Le interesaba, sólo que de otro modo: dedicaba su tiempo a buscarse un confortable lugar bajo el sol de la poderosa socialdemocracia alemana. Y a fe que lo logró.
El error que muchos cometen con González es creer que fue de un modo, y que luego cambió y se volvió de otro. Por supuesto que sus ideas han variado en muchos terrenos. Estoy seguro de que a los 25 años se oponía a la intervención norteamericana en Vietnam, en tanto que, si se produjera ahora, la aplaudiría sin vacilar. Pero el González de 1968 era ya el mismo oportunista sin principios de ahora. Ya entonces era capaz de escudarse en los demás y de asistir impasible a su sacrificio. Ya entonces era él lo único que le importaba.
Lo afirmo así de tajante porque conozco a personas que lo trataron en aquellos lejanos tiempos y que lo retratan así. Pero es que, además, no podía ser de otro modo. A los 20 años, el carácter de cada cual es ya el que le perseguirá, para bien o para mal, hasta el final de sus días. Lo expresó brillantemente el cantautor y político Rubén Blades: «El Poder no corrompe; el Poder desenmascara». Eso es exactamente lo que ha ocurrido con González. Primero se esforzó por ocupar un puesto que le permitiera aspirar al Poder, y se vistió de joven rebelde. Luego su meta fue convertirse en líder de una alternativa creíble de Gobierno, y se disfrazó de dirigente moderadamente progresista. Llegó por fin al Poder, y se encaratuló de hombre de Estado, por encima del bien y del mal. Ahora que otea en el horizonte político las costas de su particular Elba, sólo piensa a quién embarcar en su lugar.
Enviará al PSOE entero, si hace falta, con tal de no ir él.
Javier Ortiz. El Mundo (7 de octubre de 1995). Subido a "Desde Jamaica" el 13 de octubre de 2011.
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