En los últimos tiempos, en cuanto le dan ocasión, el presidente de la Generalitat catalana muestra su irritación por la -a su juicio- «falta de racionalidad» que presenta la vida política española. Y pone como ejemplo de ello la actitud de aquéllos que reclaman -que reclamamos- que CiU se comprometa de antemano a rechazar el proyecto de Presupuestos del Estado que presente el Gobierno de González. «Si está bien, lo apoyaremos», dice. Y apostilla: «Apoyaremos aquellas propuestas y medidas que nos parezcan bien, y rechazaremos las que nos parezcan mal».
El razonamiento parece de cajón, sin duda. Rebosante de sentido común. Y así habría que reconocerlo, si no fuera porque se formula días después de que el Comité de Enlace de CiU tomara la determinación de cambiar de política hacia el Ejecutivo de Madrid. Con lo que la lógica de la posición de Pujol se tambalea. Porque, en efecto, si el cambio de política consiste en que a partir de ahora CiU solo defenderá las iniciativas de González con las que esté de acuerdo, habremos de deducir que el líder de Convergència reconoce que hasta ahora venía apoyando también iniciativas que le parecían mal. Lo cual, planteadas las cosas en el terreno simplista en que las presenta el honorable, no parece precisamente el colmo de la racionalidad.
Ocurre que no hay una sola racionalidad que sirva de medida universal de lo correcto y lo erróneo en política. Hay diversas. La que seguía CiU hasta el pasado 17 de julio era una. La que aplica ahora, otra. Y la de quienes creemos que Pujol y los suyos deberían negar de antemano su apoyo a los Presupuestos de González, otra más.
¿Por qué Pujol venía dando su apoyo sistemático a la política de González, incluyendo aspectos de ésta que en otras condiciones habría rechazado? Por un comprensible sentido del do ut des. CiU ha venido cediendo en algunas cuestiones relativamente secundarias -relativamente secundarias para CiU- a cambio de lo cual obtenía importantes concesiones en materia de política económica y social, en materia de transferencias y en otros terrenos, algunos no tan groseramente materiales como suele pretenderse.
¿Por qué CiU ha decidido moderar su apoyo al Gobierno central y pasar a una política de acuerdos concretos -y, en consecuencia, se supone, de rechazos concretos-? Porque ha comprendido que su incondicionalidad anterior, si bien le reportaba sustanciosas ventajas, le aportaba también cada vez más inconvenientes, contaminándole del creciente desprestigio felipista. El electorado nacionalista catalán ve con peores y peores ojos la aventura de González, y CiU no puede dejar de tenerlo en cuenta. Y menos en vísperas de unas elecciones autonómicas.
Por lo demás, la nueva política de CiU con respecto al Gobierno del PSOE presenta más novedades en las formas -gestos de cierta desafección, algunos modos rudos, un tono crítico más desabrido- que en cuanto a los contenidos prácticos: estamos aún por ver un asunto de importancia en el que, al final, no se imponga el chalaneo de siempre.
Quiero decir con ello que había una cierta racionalidad en la posición anterior de CiU, como la hay en la actual, pero que son racionalidades políticas peculiares: hay que entenderlas desde su lógica interna. También hay que entrar en la lógica interna del planteamiento de quienes reclamamos a Pujol que rompa definitivamente con González para entender desde qué racionalidad lo hacemos. A cada cual le corresponderá entonces optar, no entre la racionalidad y la irracionalidad -como abusivamente pretende el president-, sino entre unas y otras racionalidades.
En mi criterio, no hay modo de abordar certeramente la crisis actual si no se tiene en cuenta que el problema de fondo, el crucial, no es de naturaleza estrictamente política, sino ética, de principios generales, por más que se presente en el escenario de la vida política. La cuestión no es que González y los suyos lo hagan mal, hayan cometido muchos errores y sean torpes. La cuestión es que han desbordado ampliamente la frontera de lo que es tolerable en un régimen de libertades democráticas.
Una conciencia democrática coherente debe tener nítidamente clara la diferencia que hay entre el error y el crimen. Los asesinatos de los GAL no son errores; son crímenes. El aprovechamiento personal del erario no es un error; es un crimen. La formación de una trama mafiosa para el cobro de comisiones a cuenta de favores de los poderes públicos no es un error; es un crimen. Y, por la vía contraria: negarse durante años a establecer una paridad sensata de la peseta y rebajar los tipos de interés no es un crimen; es un error. Y aceptar el Tratado de Maastricht no es un crimen; es un error. Como es un error, y no un crimen, haber desmantelado la industria, o haber puesto en marcha la LOAPA.
Lo que hace urgente e insoslayable la dimisión de González no son los mil errores en que ha incurrido. Son los crímenes que se han cometido por su culpa. Por su manga ancha y su desidia, en la hipótesis más benevolente. Por su total falta de escrúpulos democráticos, en la más severa. Su expulsión de la vida política, su necesario ostracismo -en el sentido ateniense del término-, no debe venir dictado por su inhabilidad, sino por su indignidad.
Cabe plantearlo como un problema de Justicia -cabe, porque lo es-, pero puede abordarse también como una exigencia de educación democrática general. De los políticos y de la ciudadanía. Nos es imprescindible que cada cual sepa qué es lo que se puede hacer y qué es lo que no se puede hacer de ningún modo. Un político puede desbarrar, disparatar y patinar a placer, si el electorado le ha autorizado para ello. Lo que no puede hacer, así esté respaldado por diez millones de votos, es matar, robar y extorsionar. Educar a la población en este principio rector de la democracia es tarea irrenunciable. Tanto más cuanto que comprobamos a diario lo poco que ha calado todavía en la conciencia colectiva, según nos demuestran los muchos que siguen proclamando la aberración de que lo peor de los GAL no es lo que se hizo (el crimen) sino lo mal que se hizo (el error).
Esa, me temo, es la misma lógica en que se apoya la racionalidad del planteamiento de CiU. Sus centros de interés se sitúan sistemáticamente en el terreno propiamente político, desdeñando los asuntos que plantean problemas de principios éticos. A CiU, proclamas abstractas e intrascendentes al margen, le dan igual los GAL, los fondos reservados, Filesa o las escuchas del Cesid. Le importan sobremanera, en cambio, la normalización lingüística -a mí también-, el despliegue de los Mossos d'Esquadra, la liberalización del despido o la Ley de Costas. Le preocupan los errores y se desentiende de los crímenes. Sólo presta atención a estos últimos cuando salen a la luz y se convierten en escándalos. Y, en tales casos, su labor es siempre contemporizadora, tibia, laxa. Y no porque los vea poco claros o tenga dudas: en privado, pocos líderes de CiU dejan de señalar con el dedo en dirección a La Moncloa cuando se trata de esos dislates. Sencillamente, son asuntos que no les quitan el sueño. Y eso es lo grave.
Estamos, pues, sin duda, ante racionalidades de carácter contradictorio. Una parte de la consideración de que la política es una técnica para conseguir lo que se quiere a costa de lo que sea. Otra se basa en el criterio de que la actividad política tiene límites éticos que nadie está autorizado a rebasar. Y que, si los rebasa, tiene que pagar por ello. No ya ante los tribunales, que también. Ante la opinión pública, primero y sobre todo.
Cuando los que hacemos nuestra esta segunda concepción de la política reclamamos a CiU que no apoye los Presupuestos de González no estamos refiriéndonos en realidad a los Presupuestos. O, por lo menos, no a ese tipo de presupuestos. Estamos reclamándole que contribuya a establecer los mínimos de decencia que deben regir la actividad pública. Le estamos pidiendo que demuestre que se rige por criterios distintos de los del felipismo.
Si es que es así.
Javier Ortiz. El Mundo (26 de julio de 1995). Subido a "Desde Jamaica" el 30 de julio de 2011.
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