No sé por qué existe tan general veneración por el lema de los Juegos Olímpicos (*): Citius, altius, fortius («más rápido, más alto, más fuerte»). ¡Si por lo menos añadiera habilius («más hábil»)! Puedo dar por bueno eso que se suele contar de que los fundadores de estas justas, allá por los tiempos de la Grecia clásica, pretendieron que los pueblos sublimaran con ellas sus odios mutuos, desfogando los furores bélicos en el terreno incruento de la rivalidad deportiva (aunque, a juzgar por la cantidad de guerras en las que de todos modos anduvieron metidos, no parece que tuvieran demasiado éxito). En todo caso, hace tiempo que la cosa ya no va de eso, como demostraron sobradamente los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, en los que las muchísimas medallas logradas por Alemania sólo sirvieron para exacerbar aún más la prepotencia nacionalista de los hitlerianos.
En la actualidad, el citius, altius, fortius ya no funciona como un anhelo estimulante, sino como una exigencia inexcusable: los atletas deben ir más y más rápido, llegar a más y más altura, mostrarse más y más fuertes. Porque, si no, el espectáculo decepciona, y si el espectáculo decepciona, el público se retrae, y si el público se retrae, los anunciantes se mosquean, y si los anunciantes se mosquean, peligra el negocio, y si el negocio peligra, los organizadores montan en cólera, y si los organizadores montan en cólera, los atletas ven en el alero su modus vivendi privilegiado.
Pero hete aquí que la raza humana tiene las mismas capacidades básicas desde hace ya muchos siglos, lo que no facilita la materialización de esa permanente reclamación de más y más. A partir de los años 50 del siglo pasado mejoraron mucho las técnicas de entrenamiento, es cierto, pero hace ya años que esas técnicas, si bien no han tocado techo, avanzan ya con lógica lentitud.
En tales condiciones, la vieja exigencia de citius, altius, fortius se convierte, se mire como se mire, en una invitación a los atletas para que se sirvan de medios artificiales que les permitan romper las barreras de aquello que cabe alcanzar por medios naturales.
La hipocresía oficial pone el grito en el cielo ante el dopaje, subrayando que el recurso a esos medios implica un desgaste feroz de los recursos físicos y psíquicos de los atletas, lo que limita tanto sus expectativas como su calidad de vida, porque con frecuencia les provoca lesiones y dolencias duras de sobrellevar y sin cura posible. Es cierto. Pero ¿qué más le da al show bussines? Los atletas, como tanta otra gente en este mundo mediatizado, funcionan como objetos de usar y tirar. En realidad, y digan lo que digan quienes controlan el tinglado, lo que quieren -lo que necesitan imperiosamente- es que este año, ahora mismo, se realicen las más portentosas proezas. Si quien las realiza está hecho una piltrafa dentro de una o dos décadas, ¿a quién le importa? Se le utiliza dentro de una o dos décadas para hacer un reportaje que relate en tono lastimero su penosa situación, en plan «quién te ha visto y quién te ve», y a correr.
Hoy empieza el Tour. El trazado es de una dureza enorme. Se supone que los ciclistas deberán cubrir etapas larguísimas, algunas con dificultades orográficas brutales. A la vez, habrán de soportar una presión psicológica fortísima y constante, producida tanto por las propias condiciones de la carrera (la menor distracción puede resultar fatal, incluso cuando se rueda en grupo) como por la permanente intromisión de los medios informativos. Si sobrevivir a una prueba así es ya de por sí una heroicidad, no digamos proponerse hazañas suplementarias. Pero deben hacerlas.
¿Cómo se logra eso? Todo el mundo lo sabe. Sin embargo, aunque quizá este año no asistamos a espectáculos de control y de sanciones tan llamativos como los de anteriores ediciones -parece que los encargados de esas cosas tienen líos con la organización-, doy por hecho que el discurso oficial seguirá siendo el mismo. Quieren ciclistas limpios. Pero los quieren haciendo imposibles.
Cuando acabe el Tour, le llegará el turno a los Juegos Olímpicos de Atenas. Y será lo mismo.
Que quien quiera se tome estas cosas como si fueran pruebas deportivas. Son, en lo esencial, espectáculos de masas, regidos por las leyes mercantiles de los espectáculos de masas. El deporte establece las reglas, sí, pero el juego es otro.
(*) Una observación sobre una polémica que vuelve cada cuatro años: ¿es correcto llamar Olimpíadas a los Juegos Olímpicos? Según la Academia, sí. De hecho ésa es la primera acepción que el DRAE concede al término. Es de temer, de todos modos, que en éste como en tantos otros asuntos, los académicos no se hayan esmerado gran cosa. Es gente que tiende espontáneamente a la molicie. Baste con decir que ha habido que esperar a la última edición para que el DRAE dejara de pretender que un rasgo definitorio de los JJOO es que en ellos no participan deportistas profesionales.
En rigor, de acuerdo con el origen del término, la olimpíada es el periodo de cuatro años que media entre unos Juegos Olímpicos y los siguientes. De hecho, los griegos clásicos contaban los años por olimpíadas, de cuatro en cuatro. En ese sentido, unos Juegos Olímpicos y una olimpíada (u olimpiada, que los dos acentos valen) son dos cosas totalmente diferentes.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (3 de julio de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 5 de junio de 2017.
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