Con la solemnidad que suelen exhibir los presidentes de la República Francesa ante las grandes crisis, Jacques Chirac ha hablado de las responsabilidades implicadas en la negra carga del Prestige, ya cercana de las costas atlánticas de su país: «Francia y Europa no dejarán que hombres de negocios poco honrados y delincuentes del mar se aprovechen cínicamente de la falta de transparencia del sistema actual». Chirac ha expresado igualmente su firme deseo de que «los capitanes, los propietarios, las empresas que fletan barcos basura, las sociedades de calificación y clasificación y las aseguradoras de tales navíos sean perseguidos y sancionados penalmente de manera ejemplar».
El conjunto queda muy enérgico, desde luego. Pero tiene trampa.
No me cabe la más mínima duda de que los personajes citados por Chirac son unos perfectos desaprensivos. A cambio, no tengo ya tan claro que quepa calificarlos de delincuentes. La calidad de delincuente no es ética, sino técnico-jurídica: quien actúa dentro de la ley no puede ser acusado de delincuente, por muy asquerosos que sean sus negocios.
Eso que Chirac llama púdicamente «la falta de transparencia del sistema actual» no es otra cosa que la legislación marítima internacional, cuyas normas han ido haciéndose más y más laxas en los últimos decenios no por acuerdo de las grandes compañías, sino por convenios suscritos por los Estados, incluidos el francés y el español. Por mucho que Chirac y Aznar traten ahora de llamarse andanas, el hecho es que sus gobiernos -o los de sus antecesores- fueron debidamente alertados por los sindicatos europeos de la marina mercante, que les hicieron ver los peligros que se cernían tras las sucesivas medidas desreguladoras que estaban adoptando. Se dejaron fascinar por los discursos sobre la «minimización de los costes» y la «optimización de las inversiones» -por el capitalismo salvaje, en suma- y ahora están recogiendo los frutos.
Afirma Chirac: «Las catástrofes no son una fatalidad». ¡Claro que no! Entremos en el detalle: 1º) Los superpetroleros gigantes han sido ideados y construidos porque permiten ahorrar mucho en transporte, aunque todo el mundo sepa que su presencia en los mares implica un apabullante conjunto de peligros potenciales; 2º) Los superpetroleros monocasco siguen navegando porque, aunque ya haya quedado claro que son insuficientemente resistentes, nadie ha obligado a los armadores a desguazarlos; 3º) Estos barcos son puestos en manos de tripulaciones de dudosa capacitación porque las tripulaciones solventes son mucho más exigentes en todos los terrenos, incluyendo el de la seguridad; 4º) Estos barcos pertenecen a compañías ignotas con residencia en tal o cual paraíso fiscal porque las autoridades de esos países conceden bandera y otorgan permisos de navegación a cualquiera que pague la tarifa-soborno correspondiente, cosa que los Estados supuestamente importantes saben y toleran. A lo que habría que añadir al menos un quinto punto: todo esto es posible porque el negocio del transporte marítimo moviliza miles y miles y miles de millones, y los millones destilan un aceite que lo engrasa todo. Para que funcione en silencio, sin chirriar.
Hasta que mancha, claro.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (4 de enero de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 15 de febrero de 2017.
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