Me escriben varios lectores extrañados por mi silencio ante los graves incidentes que se vienen sucediendo en los barrios periféricos de varias ciudades de Francia.
No he escrito hasta ahora nada sobre ello porque lo que sé es muy poco y, además, todo de leídas (que viene a ser como de oídas, pero por escrito). Desde que regresé de Francia hace ya casi tres décadas -que se dice pronto-, sólo he vuelto por allí en algunos viajes cortos, de trabajo o turísticos. He perdido el pulso de la realidad política y social francesa.
De todos modos, y a juzgar por lo que he leído, veo que estamos asistiendo a la revuelta, en plan kale-borroka, de numerosos grupos juveniles banlieusards (habitantes de las aglomeraciones periféricas de las grandes ciudades), procedentes de la descendencia de las primeras hornadas de inmigrantes, sobre todo norafricanos.
Señalaré algunos datos que conviene tener en cuenta para mejor situar lo dicho en el párrafo precedente.
No se trata de inmigrantes. Sus padres o sus abuelos sí fueron inmigrantes, allá por los 60, los 70 o los 80 del pasado siglo. Acudieron a Francia porque Francia los necesitaba en tanto que mano de obra, se instalaron allí, ellos y sus familias, y tuvieron hijos. Éstos han nacido y estudiado en Francia. Pero, al llegar a la edad adulta -no pocos con estudios superiores, incluso-, se han encontrado con una sociedad que tiene mucho menos que ofrecer y que, a la hora de ofrecerlo, prefiere dárselo a los hijos de los franceses de pura cepa. De modo que se han visto o bien en el paro o bien -los más- obligados a realizar trabajos muy por debajo de su nivel de capacitación. Y mal pagados, claro está. La frustración y el rencor producidos por esa situación convierten su realidad en material altamente inflamable.
A ello se añaden las precarias condiciones de vida de los suburbios, la mayoría compuesto por HLMs (*), degradados, dejados de la mano de las autoridades, más controlados por las bandas dedicadas a la lumpeneconomía que por la policía, cuyos agentes prefieren no arriesgarse a entrar en sus calles y, cuando lo hacen, actúan como en territorio enemigo, estableciendo controles arbitrarios y comportándose con brutalidad.
La revuelta de los jóvenes banlieusards está sirviendo también de arma arrojadiza para la confrontación que existe entre las dos tendencias principales de la derecha francesa, que se disputan la sucesión de Jacques Chirac. El ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, busca ganarse el respaldo de las clases medias preconizando una mano dura de tufo claramente racistoide contra lo que él califica como «racaille» (gentuza). Frente a él, el primer ministro, Dominique de Villepin, sin negar la urgencia de «restablecer el orden», prefiere poner el acento en la necesidad de acometer reformas que mejoren las condiciones de vida en los barrios periféricos y aporten expectativas laborales a los descendientes de las primeras hornadas de la inmigración reciente, muchos de los cuales tienen la ciudadanía francesa.
Cuando oigo a Sarkozy hablar de la racaille, me acuerdo de una vieja canción de la época de la Comuna de París (1871), compuesta por Jean Bautiste Clément -el autor de la bellísima Tiempo de cerezas- llamada La canaille («La canalla», o «La chusma»). Son palabras prácticamente sinónimas: canaille, racaille, pègre. La canción describía las duras condiciones de vida del proletariado de la época y reivindicaba el título que le reservaba la gente de alto copete. El estribillo decía: «C'est la canaille? Et bien: j'en suis!» («¿Eso es la canalla? Pues bien: ¡yo formo parte de ella!»). Ganas da de responderle lo mismo a Sarkozy: «C'est la racaille? Et bien, j'en suis!»
A otros revoltosos de mucho después, en 1968, los biempensantes de la época los llamaron «casseurs» («rompedores», «destrozadores»). Y a fe que con razón, porque -aunque los mitómanos a toro pasado hayan decidido envolver en poético romanticismo los acontecimientos del Mayo francés de 1968- los jóvenes de aquella revuelta quemaron coches, rompieron escaparates y tiraron cócteles molotov a porrillo. Igual que estos de la racaille de ahora.
Claro que aquellos eran francesísimos -salvo algún judío alemán que se les unió- y tenían nada menos que a Jean Paul Sartre entre sus mentores.
(*) HLM: iniciales de habitation à loyer moderé. Edificios que se agrupan en barriadas por lo general frías e impersonales. Se componen de pequeños pisos destinados a gente de ingresos modestos. En su momento, allá por los años 60 y 70, representaron una importante contribución a la resolución del grave problema de vivienda que tenían las familias obreras, tanto francesas como inmigrantes. Tres o cuatro décadas después, sin embargo, el abandono y la desidia de las autoridades han convertido esas barriadas en algo bastante parecido a guetos.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (6 de noviembre de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 25 de octubre de 2017.
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