Estoy de acuerdo: Santiago Carrillo fue un hombre clave en la Transición. Ya sólo falta decidir si para bien o para mal. En mi criterio, para mal.
Ayer le hicieron un homenaje por sorpresa. María Antonia Iglesias le dijo que le invitaba a cenar con Martín Villa y, cuando llegó, se encontró con unos 300 comensales, entre los que estaban muchos otros protagonistas de la Transición, a los que se añadieron bastantes intelectuales y artistas de renombre. Curiosamente, muy pocos «históricos» del PCE. De la izquierda radical, para qué hablar.
Yo sabía desde hace bastantes días que ese homenaje por sorpresa iba a producirse, e incluso que se había cambiado de fecha por problemas de agenda de Jordi Pujol, pero mi escaso afecto por Carrillo no llega al extremo de reventarle la sorpresa para fastidiarlo. Huelga decir que no sabía del evento porque me hubieran invitado a participar en él. Los organizadores conocen bien a Carrillo y me conocen lo suficiente a mí como para saber que mi presencia no encajaba ni poco ni mucho en un acto como ése.
Sin embargo, en mi falta de simpatía por Carrillo no hay componentes que se salgan de lo puramente político. Personales sí, porque yo las cosas de la política me las tomo muy a pecho, pero no privados.
Nunca estuve en la órbita del PCE. Me inicié en política a los 16 años, en una época en que los prosoviéticos -y Carrillo lo era- no tenían un gran prestigio en los círculos juveniles radicales de Euskadi. Estaban más en boga las doctrinas revolucionarias tercermundistas y las disquisiciones teóricas de lo que por entonces se llamaba new left. Las posiciones del comunismo oficial español nos parecían timoratas por dos lados diferentes, pero complementarios: por el nacional (vasco, se entiende) y por el social (lo tildábamos de reformista, tanto en el plano local como en el internacional). Nada demasiado importante, visto desde la actualidad. Mis mayores mosqueos con respecto a la gente de Carrillo vinieron cuando, ya volcado en la actividad política, me topé con el lado lúgubre (llamémoslo así) del comunismo oficial. Sería largo de contar, y quizá tampoco tenga demasiado interés, pero llevé muy mal su negativa a hacer nada para oponerse a la ejecución del anarquista Salvador Puig Antich, que dos directos colaboradores de Carrillo me teorizaron personalmente, y, más tarde, el conocimiento preciso de los métodos de los que se había servido la Ejecutiva del PCE para «deshacerse» de algunos disidentes de su propio partido. Admito que, cuando se meten de por medio las cuestiones de ética elemental, tiendo a enfadarme.
Llegados los tiempos de la Transición, Carrillo hizo varias apuestas que consideré rotundamente erróneas. En primer lugar, se mostró dispuesto a aceptar cualquier cosa, incluida la Monarquía y la reconversión de los franquistas en protodemócratas, con tal de que su partido fuera legalizado (y aunque otros no lo fueran). En segundo lugar, se volcó en la promoción del PSOE, en un intento de fabricar su propio y local «compromiso histórico», sin darse cuenta de que, en cuanto pudiera, Felipe González apuñalaría al PCE con auténtica delectación (y ni siquiera por la espalda). En tercer lugar, se acomodó a la aversión de los partidos de orden por la movilización social, haciendo esfuerzos ímprobos por limitarla tanto en extensión como en radicalidad. En cuarto lugar, desactivó la propia fuerza organizada del PCE. En quinto...
Pero para qué seguir. Carrillo fue una pieza esencial en la reforma del régimen. Y en la desactivación de la ruptura.
En este punto siempre me salen algunos argumentando que lo que ocurrió es lo que tenía que ocurrir; que la cosa no daba para más, etcétera. A los cuales siempre respondo que la posible inutilidad de defender una causa justa no vuelve obligada la defensa de una causa injusta.
No sé qué hubiera pasado si Carrillo se hubiera empeñado en defender la ruptura real con el franquismo, al modo en el que los demócratas portugueses rompieron con los jefes de la dictadura salazarista (en un proceso que, por cierto, causó muchos menos muertos que «nuestra ejemplar Transición»). Lo que sí sé es que, si hubiera hecho algo así, me habría sorprendido muchísimo. Lo vi muy a gusto en su papel de enterrador de la resistencia antifranquista.
¿O alguien se piensa que Martín Villa lo homenajea por otra cosa?
Javier Ortiz. Apuntes del natural (17 de marzo de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 19 de noviembre de 2017.
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