Lo que más me llama la atención de la peripecia vital de Santiago Carrillo es la fantástica capacidad que siempre ha demostrado para equivocarse. Es realmente singular que en tantos años jamás haya acertado en nada.
Algunos de los patinazos que jalonan su biografía podrían muy bien figurar en el Guiness de los records. Al término de la guerra civil, por ejemplo, se dedicó a hacer análisis muy largos, ya que no muy sesudos, que «demostraban» que Franco estaba totalmente aislado en España, que ni siquiera el Ejército lo quería, y que iba a perder el Poder en cosa de nada. No hago esta afirmación de oídas: cuento en mi biblioteca con ejemplares de Nuestra Bandera, revista teórica del PCE, fechados en los primeros 50, que incluyen numerosos artículos de Carrillo y otros prohombres de su partido, como Santiago Alvarez, en los que explican detalladamente esa tesis, elaborada -lo hacían constar con orgullo- «a la luz del pensamiento del camarada Stalin». Según ellos, el franquismo eran Franco, su mujer y cuatro más. A falta de base social, ese régimen no podía durar gran cosa. Pues bien: duró 25 años más, y todavía hoy, 18 después de la muerte del dictador, seguimos siendo víctimas de su multiforme legado. Un lince, el mozo.
Los aparatosos errores políticos de Carrillo podrían incluso ser materia de chirigota si no fuera porque hubo cientos, miles de hombres y mujeres que, creyendo en él, se jugaron el tipo tratando de poner en marcha las descabelladas huelgas generales con las que él imaginaba que iba a dar el empujón final a Franco. Que se jugaron el tipo y que, en no pocos casos, por desdicha, lo perdieron.
Guardo clavada en la memoria una anécdota que dice bastante -a mí me lo dice, al menos- sobre los errores de Carrillo. Sucedió en París, a comienzos de 1974. Varias personas fuimos a ver a Santiago Alvarez, a la sazón segundo de abordo de Carrillo, para pedirle que el PCE se sumara a los actos que se iban a celebrar tanto dentro como fuera de España contra la pena de muerte que el régimen de Franco había dictado contra el anarquista Salvador Puig Antich. Apoyándose en los análisis de su jefe, Alvarez nos explicó que no hacía al caso realizar esos actos de protesta porque «las condiciones objetivas» volvían imposible que la sentencia de muerte se llegara a aplicar. Pocas semanas después, Salvador Puig Antich fue ejecutado.
Ahora Carrillo quiere vender sus memorias. Con este motivo, oigo que muchos hablan de sus méritos. Yo sólo le reconozco uno: el de no haber dado jamás ni una. Su vida ha sido como un paquete de quinielas sin ningún acierto.
Con una curiosa particularidad: a diferencia de los quinielistas de cero aciertos, Carrillo siempre se las ha arreglado para que fallar todos los pronósticos tenga premio.
Por eso ahora está con González. Para que le pague el premio.
Javier Ortiz. El Mundo (17 de noviembre de 1993). Subido a "Desde Jamaica" el 20 de noviembre de 2011.
Comentar