Hay días en los que me pongo trascendente y me da por pensar en lo intrascedente que soy. En lo perecedero, quiero decir.
No acaba de gustarme, claro.
No me ha gustado nunca. Recuerdo la primera vez que me dio por pensar que llegaría un mal día en el que desaparecería del planeta y me volvería nada. Acababan de matar a Lee Harvey Oswald, yo tenía 16 años y estaba sentado en una butaca del comedor de la casa de mis padres. Casi me veo.
Me entró mucha angustia.
Ahora, cuarenta años después, ese pensamiento me produce más extrañeza que angustia. Me pregunto cómo puede ser que demos tanta importancia a todo. ¿Por mero instinto de supervivencia? Es curioso que tengamos tan arraigado un instinto tan destinado al fracaso. La vida no es más que un esfuerzo constante por aguantar otro poco.
Por regla general, estos pensamientos se me disipan a la misma velocidad con que me vienen. Pero no se marchan sin dejar un cierto poso: cada vez tengo menos interés en las supuestas glorias inmortales y disfruto con más ganas de cada pequeño gozo del presente, efímero como yo mismo.
Ah, el progreso: tantos siglos más tarde, me inclino ante la sabiduría del viejo Horacio, que tan bien cantó las virtudes del hedonismo sujeto al control de la razón.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (7 de mayo de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 23 de mayo de 2017.
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