Cuentan que la ministra de Cultura, Carmen Alborch, jugó un papel decisivo en el lanzamiento de la movida valenciana, ahora tan en boga. Dicen que la impulsó no sólo desde su puesto de responsabilidad político-cultural, sino también en vivo y en directo, desde las pistas de baile de las discotecas. Aseguran que es muy marchosa. Pues qué bien. Pero no creo que eso tenga nada que ver con la consideración que deba merecernos su trabajo en el Gobierno de González.
Hay también, según compruebo, un amplio consenso sobre la belleza y el buen porte de la ministra. Una de sus peculiaridades anatómicas -o, para ser más exacto, dos- han servido incluso para amenizar la reciente campaña publicitaria de una enciclopedia por entregas (una publicidad engañosa, por cierto, dado que la citada enciclopedia, al parecer, no va a incluir ninguna información sobre las glándulas en cuestión). Bueno, pues, sea como sea, también me parece de perlas que la ministra guste tanto, aunque a mí no me vaya su estilo, tipo «laespañolacuandobesa». Pero vuelvo a las mismas: su mayor o menor prestancia no es un dato que deba manejarse a la hora de juzgar su calidad (o su falta de calidad) como ministra.
Además, se ríe. Se ríe mucho.
Y tiene una risa contagiosa. Lo cual también ha caído muy bien y se comenta mucho en los mentideros capitalinos. «Es muy simpática», dicen. El detalle ennoblece su carácter, sin duda, y a mí, por lo menos, no me estorba nada: siempre es mejor que sea simpática y no un muermo, como don Pedro Solbes, sin ir más lejos. Pero uno, que es muy mirado con sus dineros, piensa que no paga a los ministros vía IRPF para que sean simpáticos y se rían sin parar. Los paga para que trabajen.
Yo no digo que la ministra lo esté haciendo mal. En realidad, no tengo ni idea. Lo que digo es que me da exactamente igual que sea marchosa, guapa y risueña. Que estoy hasta el gorro de que, cada vez que se habla de ella, sea para referirse a su persona y no sobre lo acertado o erróneo de su labor al frente de la cartera de Cultura.
El espectáculo del que fueron protagonistas anteayer los señores que integran la Comisión de Cultura del Congreso fue bochornoso. La ministra leyó un discurso plagado de generalidades y la respuesta del señor Cortés, del PP, hombre por lo común enérgico y agresivo, fue pedirle «un poco más de precisión». (Luego explicó que había querido «ser amable en el estreno de esta señora»). Felipe Alcaraz, portavoz de IU, llegó a decir a la ministra, con una sonrisa de oreja a oreja: «La sigo fervientemente».
Supongo que Felipe González se dará cuenta pronto de que debe remodelar su Gabinete. Si lo llena de mujeres guapas y simpáticas, adiós oposición. Porque los señores de la oposición son, antes que nada, señores. Y la línea parlamentaria con más seguidores, la que marcan las braguetas de sus señorías.
Javier Ortiz. El Mundo (23 de septiembre de 1993). Subido a "Desde Jamaica" el 24 de septiembre de 2010.
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