Hay general acuerdo sobre quién resultó ganador en el ya célebre debate televisivo -o lo que fuera- entre Jesús Gil y su sucesor en la alcaldía marbellí, Julián Muñoz. Vencieron ambos.
Según unánime dictamen de los testigos, los dos lograron que las acusaciones de corrupción que se dirigieron mutuamente resultaran creíbles al cien por cien.
Pero no fue mérito del debate propiamente dicho.
Sostenía mi difunto padre que las canciones presentadas a los festivales del ramo, tipo Eurovisión, Benidorm, etcétera -acontecimientos que él sufría con delectación digna de Leopold von Sacher-Masoch-, resultaban tan pegadizas que no es que uno se las aprendiera con sólo oírlas, sino que ya se las sabía antes de que fueran estrenadas.
Algo semejante pasa con las acusaciones de Gil y Muñoz. Todos dábamos por hecho que son como dicen que son, incluso antes de que se lanzaran la primera invectiva.
Eso es lo peor, de hecho.
Contemplando horrorizado aquello de lo que la mayoría ríe, me asaltan los ripios de El Piyayo: «A chufla lo toma la gente / y a mí me da pena / y me causa un respeto imponente». No por los personajes, cuya altura es de infinita bajura, sino por el electorado, que los puso donde estuvieron, o donde todavía están.
No es para broma.
Entre otras cosas, porque la astracanada de Gil y Muñoz tampoco difiere gran cosa del sainete al que nos tienen acostumbrados el PP y el PSOE en sus disputas de perra gorda. Se levantan la voz cada dos por tres y se dicen de todo con grandes aspavientos, pero basta con distanciarse un poco para descubrir que sólo discuten sobre quién hace mejor o peor... lo mismo. No representan dos concepciones de la sociedad, dos proyectos de convivencia alternativos. Son sólo dos equipos de gestión que rivalizan por el control de la misma empresa.
Se hace cada vez más difícil encontrar ciudadanos que se los tomen en serio. El espectáculo de la Asamblea de Madrid ha elevado al máximo el descrédito del conjunto. La riada de verborrea puesta en marcha por tirios y troyanos apenas consigue enmascarar el miedo colectivo a que la luz se haga sobre las respectivas trastiendas.
Aquí nadie tiene derecho a eludir sus contradicciones.
Primera: esta gente será lo que sea, pero ha llegado ahí con el debido respaldo ciudadano. Como Gil. Como Muñoz. Alguna cuenta habrán de dar quienes los pusieron.
Segundo: admitido que todos éstos son unos impresentables, ¿en qué reserva guardan a los presentables llamados a sustituirlos?
Expulsaron despectivamente la decencia del tinglado de la política.La descalificaron por ingenua, por utópica, por improcedente.¿Con qué cara pretenden invocarla ahora?
Tienen lo que se buscaron. Sus Gil, sus Muñoz, sus Tamayo, sus Beteta, sus Nolla.
Sus Bush, sus Aznar, sus Blair, sus Putin, sus Berlusconi.
Javier Ortiz. El Mundo (6 de agosto de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 9 de abril de 2018.
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