Hace 73 años, tal día como hoy, nació en San Sebastián un chaval a quien pusieron por nombre Javier Ortiz Estévez.
Hace unos días, David González (Ketari) me envió un artículo publicado en El Diario Vasco el 20 de mayo de 1985 y firmado por Jaime Aizpitarte. Se titula «Memoria de un poeta donostiarra» y en él Aizpitarte habla de Carlos Ortiz Estévez (Bobi), hermano de Javier, fallecido el 29 de mayo de 1984 en accidente de tráfico.
Aparece de refilón Javier y en memoria de ambos publicamos hoy la reseña en la web.
Eskerrik asko, David.
Memoria de un poeta donostiarra
Seguramente, muchos ni se enteraron. Cuando muere un poeta -como cuando muere un músico, o un numismático, o da lo mismo que un guardia municipal- no es frecuente que haya sacudimientos en el epitelio, generalmente tan grueso como el de un elefante, de la sociedad. Cuando un poeta muere no es que se «desmaye ninguna flor» como en el verso rubeniano, ni suspire ninguna princesa, ni tiemble levemente el plumón gozoso y blando de las aves. Cuando muere un poeta, como cuando morimos los demás mortales, lo más seguro que suceda es la indiferencia, o, acaso, ese desleimiento de «los caminos de la tarde» que no se sabe hacia dónde caminan, como ya lo vio en su poema Carlos Ortiz: «Si me quedo / -sin voz, sin habla, / sin sentido, / así, sin / esto que voy soñando / yo /- también, caminos de la tarde... /». Cuando se muere un poeta, como murió Carlos Ortiz (Bobi), el 29 de mayo de 1984, «recién entrado en su curso el día, en el kilómetro 327 de la carretera Madrid-Irun, cerca de Miranda de Ebro», acaso los únicos que se enteran del accidente son los funcionarios que acuden a hacerse cargo de su cadáver, a hacer el atestado, a levantar el plano de la desgracia, y acaso también, los familiares y algunos amigos.
Gracias a estos amigos que a veces se tienen sin saberlo, Carlos Ortiz Estévez (Bobi) ha encontrado la vía libre de su verso, que consiste solamente en publicar en libro los poemas, en hacer que se hundan en el tibio a veces, en el áspero también, en el tenebroso o luminoso corazón de las gentes. Su libro, «La destrucción o el silencio» está ya en la calle editado por Taifa, y el que quiera tantear, entre nebulosas que nos invaden, el bulto de un poeta que vivió y pasó entre nosotros no tiene otra cosa que hacer que sentarse junto a él, leer sus poemas, y, acaso, sentirse un poco muerto caminando como él se sintió: «Uno ya está muerto / y no fue de la guerra. / Anda por la calle, / estornuda, tose y se pasea /», porque en realidad, bien lo sabe quien levantó la punta del sudario de lo trascendente, como bien lo supo aquel poeta afecto a los gustos de Carlos Ortiz, el que andaba con su muerte a cuestas, sabiendo que se iba a morir en París y con aguacero, ese César Vallejo que, en recordación que nos hace el hermano de Carlos, Javier, ya manifestó que «no tengo para expresar mi vida sino mi muerte», porque el morir es una capital resurrección a muchas cosas, a este sentido de la amistad, poderosa y solidaria, que se ha cerrado en torno a la memoria de Carlos Ortiz, por ejemplo.
Época es ahora de recoger, entre los versos que nos dejó Carlos, ese sentimiento de vida y de muerte en que existió. Quien le conoció durante cierto tiempo puede hablar de su preocupación social, en tiempos en que este sentimiento florecía, y a un grupo de poetas jóvenes donostiarras les dio la «venada» de ir a ofrecer versos a los obreros de las fábricas, acaso porque creía -y hay que ser poeta, es decir, un poco iluso un mucho ingenuo, para creerlo- que «la poesía es / un arma y basta. / Y como tal debemos entenderla».
Acaso, desde el revés de sus versos podemos verle en mejor dimensión que en el real: en toda persona hay, siempre, una segunda y distinta tolerancia a nuestras opiniones, vamos sabiendo en qué consiste el entenderle, y no es raro que, en determinados momentos se nos transfigure. La sombra de Carlos Ortiz por entre las calles, parques y paseos; entre sus amigos y conocidos, se nos revela, nítida, por ejemplo, desde el dolor de su culpa de vivir en ella, él que supo marcharse tantas veces: «La culpa fue mía, por no marcharme, / por vivir en un pueblo de insaciables. / Mi ciudad es pequeña... / (Les contaré / mi ciudad, con pelos y señales). / Mi ciudad es pequeña: un alcalde y más de siete concejales. / Son hijos de Aitor, que ahora consiste / en comer carne, beber sidra y cosas similares. / Mi ciudad es pequeña, con poco sol / y largos períodos invernales. / Hay pobres, gallegos, gitanos / y muchos lujos bajo los pocos cristales / -como pasa en tantas otras / y tan pequeñas ciudades-, / salvo el vino y otros pequeños detalles».
Acaso, de los hombres sólo nos queda la memoria, aunque ya dijo el poeta que también, «el don preclaro de evocar los sueños». De Carlos Ortiz, y gracias a sus amigos, ha quedado una memoria quizás más tangible, más concreta, la proyectada desde esa Fundación que se ha creado en torno a su nombre. Nos lo dice Javier Ortiz, su hermano, en las notas biográficas que adelanta a su libro de versos: «lo apalabramos el mismo día en que, familiares y amigos de San Sebastián, lanzamos sus cenizas al Cantábrico, junto al Peine de los Vientos: publicar sus poemas, hacer una Fundación que lleve su nombre, instituir un premio de poesía -al menos de poesía- que sirva de mínima ayuda a aquéllos a quienes nadie ayuda. La Fundación Carlos Ortiz está en gestación, el premio ya ha sido convocado (y fallado)», y ya ha quedado dicho que, la tercera parte de la promesa, la edición y publicación de sus versos, también.
Del premio convocado y fallado ha de decirse que el ganador fue Ángel L. Prieto de Paula, con su obra «Ortigia». El autor es un salmantino de veintinueve años, actualmente catedrático de Literatura de Enseñanza Media en Villena (Alicante), según fallo otorgado el 24 de enero del presente año en Madrid, por un jurado compuesto por Claudio Rodríguez, Ana María Moix, Jesús Múnarriz, Javier Ortiz y Jesús Batlló. El accésit lo obtuvo el libro «La nada disponible» de Fernando Garcín Roméu y Rosa-Ángeles Fernández.
Nos queda, de esta manera, gracias a las gestiones de sus amigos, el perfil y la memoria de un poeta que vivió entre nosotros, y que, un poco a la manera de los elegidos, murió joven, en la carretera, que es la enfermedad de nuestro tiempo, ahora hace un año, bajo el imperio inapelable del destino....
Jaime Aizpitarte, El Diario Vasco. 20 de mayo de 1985. Subido a "Desde Jamaica" el 24 de enero de 2021.
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