Solía ir a Atocha, pero no entraba en el estadio. Subía al último piso de una de las casas de enfrente, tocaba el timbre y saludaba, con toda la cortesía de la que era capaz, al anciano que abría la puerta: «Buenas tardes, don Arturo. Venía a ver el partido, si no es molestia». Y el abuelo sonreía, me pasaba la mano por la cabeza y me dejaba entrar, y yo me instalaba en el balcón, donde siempre había varios hombres que no conocía (en realidad tampoco sabía muy bien quién era don Arturo: alguien con una relación vagamente lateral con mi familia).
Recuerdo que otro de los fijos era un cura gorrón, que se bebía el coñac del buen viejo e increpaba al árbitro con espíritu discutiblemente cristiano, cuando no maldecía porque la jugada se desarrollaba en la banda más próxima a nosotros y no veíamos lo que pasaba.
Cumplí los 17, me hice muy consciente de los graves problemas de Euskadi y del mundo -por ese orden jerárquico- y ya no volví a Atocha, porque en aquellos tiempos un joven que sabía lo mal que estaba todo no debía perder el tiempo en esas tonterías. Acudí, eso sí, un día de 1969, porque me anunciaron que iba a haber follón en protesta por la anual visita de Franco. Pero no pasó nada.
Ahora Atocha ha cerrado sus puertas. Es probable que la próxima vez que regrese a San Sebastián ya hayan demolido el estadio. Como hicieron con la plaza de toros, situada en la cima de una breve colina que vio casi todos mis juegos de infancia, incluyendo algunos que mejor no les cuento. Me fui de San Sebastián, volví seis años después y me encontré con que habían demolido la plaza de toros y, ya metidos en gastos -allí somos así, también la colina. Hicieron lo mismo con el Casino Gran Kursaal. Aquél sí que fue un crimen de lesa ciudad.
Cada vez que regreso a San Sebastián me llevo un disgusto. Voy a un bar en el que preparaban unas memorables banderillas de chatka y zas, me topo con que ahora es una sucursal bancaria. Acudo a la tiendecita en la que me abastecía de regaliz «Zara» (del duro) y, hala, un negocio de decomisos.
La gente hace igual. Paseo por la Gran Vía de Sabino Arana (antes Primo de Rivera) y me para una señora muy puesta. «¡Hombre, Javier, qué sorpresa!». Ve mi cara de compromiso y me dice: «¿No me recuerdas? Soy Arantxa Tal». Y yo la miro con un cabreo infinito: ¿qué derecho tiene esa señora mayor a destrozarme el recuerdo de Arantxa Tal, aquella rubita preciosa que fue la primera en usar pantalón vaquero en el barrio y que dio pie a varios de mis más lánguidos poemas juveniles de amor?
Hay en San Sebastián una sórdida confabulación para asesinar mis recuerdos de infancia y de juventud. Se empeñan en cambiarlo todo y en llenar la ciudad de novedades absurdas.
Seguro que, dentro de pocos años, sobre el solar de Atocha se alzará la mole gris de algún Banco. Sólo para fastidiarme.
Javier Ortiz. El Mundo (18 de agosto de 1993). Subido a "Desde Jamaica" el 22 de agosto de 2012.
Comentar