Recordarán ustedes -supongo- el hilo que siguió hace algunas semanas José María Cuevas hablando del llamado «problema vasco». Venía a ser algo así como: «Cerramos Egin y no pasó nada. Metimos en la cárcel a la dirección de HB y no pasó nada. Ilegalizamos el propio partido y tampoco pasó nada. Clausuramos Egunkaria, y nada. ¿Por qué no suspender la autonomía de Euskadi? Seguro que tampoco pasaría nada».
Hay gente que fía en esa lógica. O en otras parecidas. ¿Que Ibarretxe no cede? ¡A la cárcel con él, y a correr! Y así.
Es gente que, si no ve a las famosas turbas echándose a la calle, en plan marea humana y con teas en la mano, deduce que todo está en orden. Son como aquel del chiste, que se cae de un duodécimo piso y que cuando pasa a la altura del 3º uno le pregunta: «¿Qué tal?». Y él responde sonriente: «¡Por ahora muy bien!».
Habitante a tiempo parcial de Madrid y paciente constatador de los estados de ánimo que son mayoritarios por debajo del Ebro, he tenido también en los últimos tiempos la oportunidad de catar con cierto detenimiento los talantes que predominan tanto en Euskadi como en Cataluña. Y puedo asegurarles que sí pasa algo. Mucho.
Lo primero que me parece obligado admitir es que, con independencia de lo que cada cual piense y de cómo valore lo que está ocurriendo, el hecho indiscutible es que se está abriendo una honda zanja política, ideológica, cultural y hasta sentimental entre las poblaciones de las denominadas nacionalidades históricas y las que residen en la no menos histórica España eterna. Lo de Euskadi no es excepcional. Cataluña está, a su modo, en las mismas. El ascenso espectacular de Esquerra Republicana de Catalunya no da exacta cuenta de la realidad: buena parte de los electores de los demás partidos -PP aparte, como siempre- comparten ese sentimiento.
Hablo en términos generales. Por supuesto que «del Ebro para abajo» hay gente que entiende a «los periféricos». Y al revés. A puñados. Pero el hecho es ése.Y tiene mala vuelta de hoja.
A fuerza de entusiastas movilizaciones de toda suerte para cortar el paso a los separatismos, la separación se está abriendo paso en el terreno más peligroso y más irreversible de todos: en el de los sentimientos.
Hoy se conmemora la aprobación de la Constitución de 1978. Recuerdo yo que por aquellos tiempos -y algún año antes- creció por estos pagos, desde Irún a Maspalomas, la conciencia colectiva de que lo que hasta entonces habíamos llamado «España» merecía una redefinición solidaria basada en el principio de que constituimos un conjunto de pueblos iguales, a todos los efectos.
Hubo quien dijo por entonces que estábamos disgregando España. Qué error: nunca estuvo tan unida.
Javier Ortiz. El Mundo (6 de diciembre de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 15 de abril de 2018.
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