Evoco el PP de hace tres, de hace cinco años: aquella derecha que aleccionaba a los sedicentes socialistas y les daba vuelta y media en defensa de las libertades y del Estado de Derecho. Contra la Ley Corcuera. Contra la Ley Mordaza. Contra las escuchas del Cesid. Contra el terrorismo de Ministerio. Contra la venalidad de los cargos públicos. Contra el uso y abuso de los poderes del Estado con fines partidistas.
Dijo anteayer Felipe González que el PP hizo «un gran esfuerzo por liquidar al Gobierno anterior, aun a costa de la seguridad del Estado». Cataloga mal lo ocurrido, pero señala un hecho real. El PP y sus defensores se apuntaron a todas las causas susceptibles de minar el poder felipista. Tanto les daba que para ello tuvieran que afectar una actitud de principios que les venía notablemente ancha. Echaron al fuego cuanta madera encontraron en su camino, tanto a derecha como a izquierda.
También a izquierda, digo. Y se entiende: resultaba tentador poner al Gobierno del PSOE frente a la crítica demoledora de sus propios presupuestos teóricos; colocar su verdadero rostro ante el espejo de las señas de identidad tradicionales de la izquierda. Aunque en ellas al PP y a sus valedores poco o nada les fuera.
No; aquel PP no hizo peligrar la seguridad del Estado, a no ser que la seguridad del Estado viva más allá de la ley. Lo que sí hizo fue asumir una actitud vigilante; de desconfianza hacia el Estado. Porque ahí reside la esencia misma del Estado de Derecho. En la organización de la desconfianza: de cada uno de sus poderes con respecto a los demás y del conjunto de los ciudadanos hacia quienes ostentan el poder.
Ha pasado el tiempo. Ahora el PP está en el Gobierno. No voy a pretender aquello de que contra González estábamos mejor. Sé que el hoy hunde siempre sus raíces en el pasado. Me consta que tenía razón Rubén Blades: el poder no corrompe; tan sólo desenmascara.
No les salía del alma la defensa de las libertades: la usaron como mera arma arrojadiza. Ahora les incomoda cada vez más. Aquello que ayer proclamaban insoslayable ahora les parece utópico. Lo que ayer repudiaban por inaceptable ahora lo clasifican como razón de Estado.
Resultan patéticos. Ese Eduardo Serra que ayer nos aleccionaba desde el Parlamento, explicándonos cómo la bondad de los fines ampara bajo su manto la «apariencia de ilegalidad» de los medios, es la caricatura del trayecto que han recorrido todos ellos. El buen fin de la lucha antiterrorista justifica ahora la ilegalidad de las escuchas. El buen fin de obtener el poder justificó en el pasado condenar esas escuchas: porque las hacían sus oponentes. Conseguido el fin, que nadie les mencione los medios.
Ya han asumido la filosofía de los GAL. Ahora sólo queda esperar a que la apliquen a fondo. Supongo que es sólo cosa de tiempo.
Javier Ortiz. El Mundo (22 de abril de 1998). Subido a "Desde Jamaica" el 25 de abril de 2012.
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