El aeropuerto de Bilbao registra 44º a la sombra. Una hora después, señala 10 grados menos.
«El tiempo se ha vuelto loco», dicen en un noticiario.
Algo tenían que decir, supongo.
Las radios martillean la sucesión de incendios. El rayo que no cesa. Medio Portugal ardiendo. Media Extremadura convertida en tea. La isla de El Hierro en llamas. Bosques enteros de Cataluña que se calcinan día tras día. Y, como si un golpe sólo pudiera ser sucedido por otro, la refinería de Repsol en Puertollano que salta por los aires.
Nueva York sin electricidad. Toda la Costa Este norteamericana colapsada.
Las imágenes pertenecen al submundo de la fantasmagoría. Multitudes que corren sin sentido, sin dirección. Todos los destinos demasiado lejanos, demasiado altos, demasiado inaccesibles, demasiado blindados.
La realidad está electrificada. Si no hay electricidad, no hay realidad.
De chaval me mofaba de los agoreros de barra de bar que, en cuanto caían tres granizadas seguidas, ponían cara de expertos y diagnosticaban: «Esto es cosa de la bomba atómica».
¿De qué es cosa esto?
John Schellnhuber y otros expertos en el estudio de la degradación atmosférica sostienen que estamos asistiendo a un adelanto de los cambios climáticos inicialmente previstos para dentro de dos o tres décadas. La Tierra se convirte en un inmenso invernadero. A marchas forzadas.
El Gobierno de EE.UU. sigue sin aceptar las restricciones a la emisión de gases nocivos acordadas en el Protocolo de Kioto. Con un 5% de la población mundial, EE.UU. es responsable de la emisión a la atmósfera de la cuarta parte de esos gases. ¿No va siendo hora de calificar política y jurídicamente ese comportamiento?
¿No quiere Bush protegernos de las armas de destrucción masiva? Ahí tiene una.
Los primeros análisis del gran corte eléctrico de EE.UU. y Canadá hablan de riesgos que se asumieron para abaratar costes. Las eléctricas optaron por transportar demasiados huevos en una sola cesta. Y los gobiernos de Washington y Ottawa lo aceptaron. Para no contrariarlas.
Vengámonos a casa. Refirámonos a las instalaciones de Repsol en Puertollano, que se denuncian en su propio enunciado: están en Puertollano, junto a una población importante. Y llevan años acumulando accidentes de toda suerte.
Hablemos de incendios. Contabilicen lo que gastan las administraciones públicas en limpiar los bosques, en reforestarlos con especies autóctonas, en abrir cortafuegos, en establecer sistemas de vigilancia y de traslado rápido de los servicios de extinción. No da ni para media docena de cazas supersónicos.
La actualidad está tomando un aire apocalíptico, sí. Pero aquí lo único bíblico que pinta algo es el cabreo que se merecen los responsables de todo esto.
Javier Ortiz. El Mundo (16 de agosto de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 9 de abril de 2018.
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