Es curioso el sesgo propagandístico que está tomando la conmemoración del 25 aniversario de la muerte del general Franco. Es como si se quisiera convertir aquel día -aquel tiempo- en el símbolo de una inflexión tajante en la Historia de España, en el mojón que marcaría la frontera entre dos eras: hasta entonces, la España decrépita de Franco; desde entonces, la España moderna y democrática fundamentada en la Monarquía de Don Juan Carlos.
Y es todavía más curioso -y aparentemente más paradójico- que quienes ahora están poniendo más empeño en esa representación de la Historia sean precisamente los adalides y propagandistas de las fuerzas políticas y sociales que con mayor energía se esforzaron en su momento para que el 20-N no significara el inicio de una quiebra histórica que pusiera término claro y formal a 40 años de dictadura, sino tan sólo el principio de una paulatina metamorfosis del franquismo en parlamentarismo. Es como si se avergonzaran de su obra de reforma del régimen dictatorial y quisieran dotarla, a toro pasadísimo, de una épica idealista y arrojada, de la que, desde luego, careció.
«Después de Franco, ¿qué?», preguntó Santiago Carrillo cuando el dictador llegó a las puertas de su lenta agonía. Y el propio Franco respondió: «Después de mí, las instituciones». No anduvo tan errado. Aunque por veredas parcialmente alejadas de sus planes, serían las instituciones que él apadrinó, o con las que vivió en simbiosis, las que se encargarían de lo esencial: de dar luz verde a la metamorfosis del régimen (las unas) y de tutelar sus sucesivas fases de transformación (las otras).
¿Épica? Hacía ya décadas que las grandes potencias occidentales venían ayudando al ensamblaje de España en el bloque capitaneado por los EE.UU., muy especialmente en sus apartados económico y militar. Está ya probado documentalmente que los dirigentes del llamado Mundo Libre arroparon el régimen de Franco, sacrificando la libertad de los pueblos de España a sus necesidades geoestratégicas, igual que hicieron con el Portugal de Salazar y con la Grecia de los coroneles. Cuando la propia modernización de esas sociedades convirtió en constriñentes las carcasas políticas de los estados policiales que las controlaban, se avinieron a que fueran reemplazadas por estructuras parlamentarias homologables. Para no correr riesgos, pusieron buen cuidado en establecer también sólidos lazos -incluyendo los de dependencia económica- con las principales fuerzas de las respectivas oposiciones. En el caso de España, se esperó a que la desaparición física del dictador hiciera más fácil -más natural- el tránsito.
Funcionaron las previsiones sucesorias. Algunas de las de Franco y casi todas las del Departamento de Estado y sus aliados de Bonn, Londres, Oslo, París y Roma, que tampoco desconocían las del viejo general, y se sirvieron de ellas.
No fue ninguna epopeya. Sólo un bien planificado conjunto de reajustes.
Dicho lo cual, convengamos en que esta España reajustada es mucho más respirable que la que acaudilló aquel torvo general.
P.S. Ya escritos los párrafos anteriores con vistas a mi columna de El Mundo de mañana, veo los resultados de la encuesta en la red que está realizado el periódico. Ganan por holgada mayoría quienes consideran que Franco fue un buen gobernante. Cabe preguntarse, alternativamente, o qué clase de sociedad es la española... o qué clase de gente vota en esa encuesta.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (17 de noviembre de 2000). Subido a "Desde Jamaica" el 4 de mayo de 2017.
Comentar