No sé si será por la sequía informativa -que no la otra- propia del agosto, pero el caso es que tenemos los noticiarios llenos de criaturas: la que se quería emancipar para que no se la llevaran a Tenerife, las del garbeo lusitano, las del Raval... Me han hablado de otra que tampoco es manca: un guaje yanqui de 13 años, que ha dejado embarazada a su profesora. «No conocemos a nuestros hijos», oigo que dice en la tele un padre apesadumbrado.
Yo sí los entiendo. Básicamente, porque tengo buena memoria, y me acuerdo de cuando era crío.
Para comprender a los niños, lo principal es olvidarse de todos los tópicos que hablan de la inocencia infantil. Los niños no son buenos. Por el contrario, suelen ser brutos, egoístas, desconsiderados, crueles y arbitrarios. Y muchos, además, obsesos sexuales. Si a menudo no lo parecen, es únicamente porque aprenden pronto a disimular.
Precisamente por eso hay que educarlos. Educar es reconducir. Una buena educación no parte de la idea de que el niño -o la niña- es tanquam tabula rasa in qua nihil est depictum -o sea, cual pizarra en la que nada hay escrito, según reza el tópico aristotélico-; por el contrario, el educador -todos los adultos lo somos en una u otra medida- debe dar por hecho que los niños son pequeñas bestias que deben ser domadas. Un amigo mío sostiene la tesis de que los niños son fascistas. Es una formulación tajante, sin duda, pero correcta en el fondo, siempre que hablemos del fascismo como concepción del mundo. La gran ventaja que tienen los niños con respecto a la inmensa mayoría de los fascistas ya creciditos es que pueden ser convencidos, a base de amor y paciencia, de las ventajas de la libertad, el respeto hacia los demás y la tolerancia.
Tomar a los niños -no digamos ya a los adolescentes- por cándidos e inocentes querubines es un modo prácticamente infalible de llevarse morrocotudos chascos con ellos. Cuando leí que el padre de una de las dos chavalas de Carabanchel aseguraba: «Mi hija nunca haría una cosa así», me entró la risa. La misma que me vino ayer cuando ví el Código Etico que ha elaborado la Asociación de Telespectadores y Radioyentes, en el que se lee: «Los padres deben saber que cualquier espacio que incluya erotismo, sexualidad, violencia, maldad, masoquismo, delincuencia, racismo, etc., no es apto para sus hijos pequeños». ¿Y a qué atribuirán estos señores el éxito imperecedero de cuentos como el de Caperucita, la Cenicienta y Blancanieves? ¿Y el de las películas de Walt Disney? Quita a tu nene su dosis de maldad, violencia y erotismo imaginarios, impídele sublimar esas pulsiones... y tranquilo, que ya te enterarás de los efectos. Aunque quizá cuando te enteres sea ya tarde y tengas que buscarle un buen abogado.
«El tío Pelotillas / mató a su mujer, / la hizo mil pedazos, / la puso a cocer; / la gente que pasaba / olía a albondiguillas, / pero era la mujer / del tío Pelotillas». ¡Ele! Lo cantábamos a pleno pulmón y con entusiástica saña nosotros de niños.
Los de ahora son por el estilo.
Javier Ortiz. El Mundo (13 de agosto de 1997). Subido a "Desde Jamaica" el 16 de agosto de 2012.
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Escrito por: flamboyan.2012/08/16 11:29:21.225000 GMT+2