Vivimos una apabullante eclosión del amarillismo periodístico.
La mayoría de los españoles no sabe qué es realmente el amarillismo. Cree que ese término sirve para definir la publicación a bombo y platillo de denuncias sensacionales. Cuando El Mundo se dedicaba a sacar a relucir los trapos sucios del felipismo (GAL, Filesa, apropiación privada de los fondos reservados, escuchas ilegales del Cesid, etcétera), muchos decían: «El Mundo hace amarillismo».
Lo que hacía El Mundo puede verse como una variedad del periodismo sensacionalista. Discutible, pero sólo en el terreno de las formas. Hay quien prefiere que las noticias, por importantes que sean, se presenten siempre de manera sobria, sin alardes tipográficos ni repique de campanas. Es un criterio. En todo caso, hacer lo contrario no es amarillismo.
El amarillismo tiene dos rasgos característicos esenciales: el primero es que toma como gran noticia lo que no lo es; el segundo, que rinde complaciente culto a los más bajos instintos de la mayoría.
El Mundo no hacía ni lo uno ni lo otro. Las noticias que convirtió en estelares eran verdaderamente importantes. Además, provocaron no poca desazón en amplísimos sectores de la opinión pública, a los que molestó que salieran a relucir. Desengáñese quien piense lo contrario: la denuncia de las actividades criminales de los GAL -por poner un ejemplo significativo- nunca agradó a la mayoría.
En cambio, es amarillismo puro lo que están haciendo ahora mismo muchos medios de comunicación.
La campaña sobre la necesidad de ampliar las condenas por delitos de terrorismo, llegando si se tercia a instaurar la cadena perpetua, es amarillismo. Los medios de prensa que la han emprendido saben de sobra que esas medidas no tendrían ningún alcance práctico positivo en la lucha por la erradicación del terrorismo, pero las defienden para dar carnaza a la opinión pública, mayoritariamente indignada por los crímenes de ETA y frustrada por la incapacidad del Estado para ponerles coto.
Es amarillismo, y de la peor especie, el trabajo sistemático de malevolencia que hacen con Ibarretxe y con el PNV. Se ha llegado al punto de que da igual lo que digan: siempre es espantoso y repugnante. Si van por su cuenta, son exclusivistas; si quieren ir juntos, ponen trampas. Han conseguido que la mayoría identifique nacionalismo vasco y perversión y, a partir de eso, se dedican a deformar todo lo que ocurre para que encaje con ese criterio y lo retroalimente.
Es amarillismo todo el rollo que se están trayendo sobre la publicación de las listas de maltratadores de mujeres y sobre la catalogación de lo que llaman «terrorismo doméstico». Han descubierto que la demagogia en ese terreno es altamente rentable y no paran de rendirle culto, aunque sepan de sobra que lo de las listas es tan aberrante desde el punto de vista del Estado de Derecho como inútil de cara a la prevención de la violencia de género, y aunque les conste que llamar terrorista a ese tipo de violencia no sirve más que para llenarse la boca con grandes palabras y darse aires, porque la condición primera para que quepa hablar de terrorismo es que se trate de una violencia organizada, lo que no hace al caso.
Y así con tantas otras materias. El grueso de la Prensa española de hoy en día renuncia a educar a la opinión pública en los principios del Estado de Derecho y se dedica entusiásticamente a jalear sus querencias más irracionales y oscurantistas.
Eso es amarillismo.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (29 de octubre de 2000). Subido a "Desde Jamaica" el 25 de abril de 2017.
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