Supo -digo mejor: pensó-, allí, tirado en el suelo de la triste Corredera, en aquella hora absurda, las viejas golondrinas rechinando sobre los pobres tejados polvorientos- que se iba a plantar de bruces en la nada, en la recta donde la memoria se fatiga, o no, se pierde, o aún peor, se agota. Cansada del recuerdo de tantos otros suelos. Estéril. Aburrida. Le angustió pensar que pisaba la frontera del vacío: del vacío total, ilimitado.
Tampoco lograba localizar su pasado anterior al nacimiento. Y es que, llegada a ese punto, hasta su propia memoria le era infiel: se acusaba occidental, católico en su angustia, perdido en aquella larga y tenaz distancia hacia la nada.
Quiso así olvidarse del asfalto, ausentarse hasta el margen de los siglos, acercarse hacia el hecho de ser, sencillamente: hacer un último ejercicio mental, desesperado.
¿Tarde, quizá? Logró esbozar, ausente, una sonrisa. Era evidente, sin más, que se moría.
¿Y entonces? ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo expresar en ese momento final lo que había querido decir cada día al afeitarse, al sonreírle al infinito en autobús, al acariciar lentamente sus cabellos, al cantar a la esperanza en re menor, al beberse el vino sin retirar los ojos de aquellos otros que lo miraban suavemente, al celebrar la noche, al acudir a la cita semanal con los amigos, al llorar conociendo las noticias?
Dios, qué difícil me es morir -susurró.
Y hasta la cloaca de enfrente se negó a aceptarle tal lamento. Dedujo entonces que morir, para él, era importante. Pero sólo para él.
Había salido de su casa a las once. Había acudido al bar en el que -se suponía- le esperaban los amigos. Había llegado puntual. ¿Por qué no había nadie? Decidió echar a andar por la calle vacía. Y se topó con aquel tipo absurdo, babeante. «Dame lo que lleves», dijo el otro. «Vete a la mierda», contestó. Y el tipo pegó un grito, y le clavó entera la navaja, y salió corriendo. Y a él le temblaron las piernas, y se recostó en el suelo, incapaz de moverse.
- Dios, toda una vida de mierda para rematarla al final con una mierda -gimió.
Durante un buen rato, tal vez un par de horas, trató de buscar con la vista a alguien: cualquiera que le diera ayuda, cualquiera que se gastara tres duros en llamar a una ambulancia.
Al final, ya sin fuerzas, optó por resignarse: le había tocado morir en soledad, al amanecer, cuando las golondrinas se ponen a llorar en Malasaña.
Mala saña.
Le quedaba tan sólo cuarto y mitad de aliento cuando optó por resignarse a la muerte, ya del todo.
Y se murió concentrado en sus recuerdos. Como muda protesta hacia sí mismo.
Javier Ortiz. El Mundo (25 de noviembre de 1993). Subido a "Desde Jamaica" el 3 de diciembre de 2012.
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