Al fin el 6 de junio. Veo la fecha en el calendario y me produce un gozo infinito. Se terminó. Se acabaron de una vez los rollos vacuos, las pavadas con pretensiones de pensamiento, las frases ampulosas para consumo de incautos, los insultos bobos, las burdas descalificaciones -todas merecidas, todas conocidas, los camelos a guisa de programas... Aún resuena en mis oídos la frase de clausura de uno de los últimos mítines de González. Prometió a la audiencia «un futuro de justicia, un futuro de libertad, un futuro de progreso». Me temí por un instante que, embalado como estaba, acabara prometiendo lo mismo que Les Luthiers en su ranchera: no un futuro venturoso, sino dos.
Claro que los otros no le han ido a la zaga. Uno hubo que se tomó en serio lo que decía y un rayo divino lo fulminó en Barcelona. Para que aprenda y no se meta más en política.
La experiencia ha demostrado que quienes más han gozado del uso de la palabra en esta campaña electoral no tenían nada interesante que decir. Por contra, quienes hubieran podido aportar reflexiones valiosas sobre este disparate que llamamos realidad han sido convenientemente silenciados. No hay sorpresa en ello: siempre es así. La palabra ya no se concede; sale a pública subasta, y se la llevan los que pujan y pagan más por ella. No tengo nada contra las elecciones en general. Me desesperan nuestras elecciones, en concreto. «Programas, programas, programas», reclamaba Julio Anguita. Qué programas ni qué cuerno: a una gente que ha hecho lo que el PSOE en esta década no hay que pedirle programas. Lo que hay que pedirle es responsabilidades.
Mientras los procesos electorales sirvan para que el análisis de los hechos sea sustituido por un concurso de charlatanería, seguiremos aviados. Pero la culpa no es de los charlatanes, sino de quienes aplauden el concurso.
Javier Ortiz. El Mundo (6 de junio de 1993). Subido a "Desde Jamaica" el 25 de junio de 2012.
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