Estoy habituado a enfadarme día a día con la realidad: con sus miserias, sus contradicciones sangrantes, su hipocresía. Me enojan las reconversiones, me irritan los reajustes, me hastían las Filesas, me provocan los Olleros, me sublevan los Eligios, no soporto a los Benegas, paso de Hormaecheas, me sulfuran los González, abomino de Maastricht y sus paladines, me exasperan los papanatas europeístas y los guardianes celosos de nuestra infumable civilización occidental: me endemonian en masa. No los soporto.
Pero los soporto. Me alimentan un enfado profundo, pero paciente, una rebeldía atemperada, ese estado de ánimo que un buen poeta irlandés llamó «la desesperación tranquila». No es que acepte las zafiedades y las canalladas: es que sé que no me queda más remedio que soportar su presencia. Coexisto con ellas, en suma.
Pero lo que pasó en la noche del viernes en Aravaca es de otro género. De un género al que no sé, al que no podría, al que no quiero resignarme.
Trato de racionalizar mi reacción para saber por qué la noticia de este asesinato me heló la sangre; por qué, pasadas las horas, mi indignación, tan acostumbrada a refrenarse, se mantiene intacta, si es que, liberada del estupor, no se acrecienta. No consigo apartarlo de mi pensamiento. Imagino una y otra vez la escena: los encapuchados, que han estado cargándose de alcohol para envalentonarse, acercándose al pub abandonado de la carretera de Galicia guiados por los tres cuartos de luna que alumbraban la noche del viernes; abren la puerta a golpes, disparan al bulto: da igual, es imposible equivocarse, cualquiera que muera estará bien muerto, son todos piojosos, basura dominicana, gente sin Dios que vive hacinada, sucios inmigrantes que afean nuestra bonita zona residencial, que exhiben impúdicamente su miseria en la plaza pública, o cortamos esto a tiempo o se van a llenar las calles de gentuza, a ver si aprenden y se largan, es lo que están haciendo en toda Europa con estos muertos de hambre, ¿por qué nosotros no?
Es ahí donde encuentro la raíz de la indignación insoportable: en la evidente intención de matar, en el deseo de matar a cualquiera, con tal de que tenga la piel oscura; en el obvio convencimiento de que matar inmigrantes no es en realidad matar, de que sus vidas no valen nada y a nadie importan; en el nacionalismo español, el racismo y el clasismo llevados hasta el enloquecido límite del crimen; en el mimetismo hacia las bandas neonazis alemanas; en la repugnancia infinita que produce todo eso y en más: también en el sarcasmo de que sea este crimen el que quede como acto último de las honras españolas al V Centenario: dominicanos de La Española, no os deis por descubiertos.
«Nosotros tratamos allí a los españoles mejor que a los propios dominicanos», dice uno de los homeless del local de las cuatro rosas de Kentucky marchitas en Aravaca. No miente: ellos llevan 500 años de hospitalidad sobre sus espaldas. Y nosotros, ¿de qué llevamos 500 años?
Fueron cuatro los individuos que dispararon contra los dominicanos, cuatro los que mataron a Lucrecia. Pero no son cuatro los que tuercen el gesto cuando ven a los dominicanos concentrarse en la plaza Aurora Boreal de Aravaca, ni cuatro los que pegaron esos carteles con el lema «Españoles primero», ni cuatro los que les han hostigado, ni cuatro los policías que no les dejaban reunirse en la plaza, ni son cuatro los que han sonreído satisfechos al oír al alcalde de Madrid decir que estos son «problemas de la emigración» (la existencia de grupos de españoles racistas asesinos, ¡un problema de emigración!), ni cuatro los que creen que poniendo un local para que los dominicanos se encierren en él y no se les vea por la calle se resuelve todo.
Algo hay que hacer, y hay que hacerlo ya. No por los dominicanos. Por nosotros. Antes de que demos asco.
Javier Ortiz. El Mundo (16 de noviembre de 1992). Subido a "Desde Jamaica" el 19 de noviembre de 2011.
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