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1996/05/04 07:00:00 GMT+1

Acuérdense de Stalin

De todo el plantel de líderes bolcheviques que llegaron al Poder en Rusia tras la Revolución de Octubre de 1917, Jósif Visariónovich Djugáshvili, apodado Stalin, era sin duda alguna el de aspecto más anodino y gris. Bajo de estatura, torpe de gesto -tenía problemas de articulación en un brazo-, con la tez marcada por las graves secuelas de una enfermedad infantil, su marcado acento georgiano hacía que los rusos le entendieran con dificultad, lo que tampoco importaba gran cosa a nadie -salvo a él mismo- porque rara vez subía a un estrado.

La opinión pública del recién instaurado Estado soviético siguió desde el principio con interés los dichos y los hechos de los nuevos dirigentes. Pronto se familiarizó con la figura de Vladimir Ilich Uliánov (Lenin), y con su verbo acerado y preciso. Pronto comprobó también que algunos de los colaboradores más cercanos de Lenin no le iban a la zaga en brillantez, ni mucho menos: era el caso muy evidente de Lev Davídovich Bronstein (Trotsky), pero también el de Lev Kaménev, Nicolai Bujarin, Grigori Apfelbaum (Zinoviev), Alejandra Kollontai y tantos otros. Personas de estudios superiores, todos ellos habían ensanchado sus horizontes culturales -por culpa del forzado exilio- en Europa occidental o Estados Unidos. En sus escritos y sus discursos, el contenido radical y revolucionario no reñía con la altura literaria.

Stalin aparecía en el extremo opuesto. Había cursado estudios secundarios en el seminario de Tiblisi. Su formación cultural era discreta. Nunca residió fuera del imperio zarista. No hablaba más idiomas que el georgiano y el ruso.

Pero tenía otros activos. Bastante menos llamativos, pero en nada desdeñables. Era muy tenaz. Era astuto. Se desenvolvía mal en las tribunas, pero nadie le ganaba en los pasillos y los despachos.

Stalin se especializó en tareas de organización, tanto del partido como del Estado. Soterradamente, sin aspavientos ni alharacas, fue situando en puestos esenciales del aparato a personas de su confianza, de apariencia frecuentemente tan vulgar como la suya propia.

Cuando Lenin murió y se abrió la sucesión, los brillantes líderes bolcheviques descubrieron que tenían mucho prestigio público... y poco más. Stalin se había hecho con las riendas de casi todo. Gracias a lo cual, y sacando partido de las disensiones ajenas, fue librándose fríamente de sus oponentes uno tras otro. Y dominó la URSS durante treinta años.

¿A cuento de qué evoco a Stalin? Nuestra realidad no tiene nada que ver, por supuesto, con la rusa de los años 20. Salvo en un punto: aquí y ahora, también hay muchos que tienden a juzgar a los políticos por el brillo de su oratoria y su simpatía y atractivo personal, y que desdeñan a los que se expresan con torpeza y se envaran y atoran en público.

Háganme ustedes caso: nunca menosprecien a los aparatchiki fríos, tenaces, grises y astutos. A los políticos del estilo del que a partir de hoy será presidente del Gobierno de España.

Javier Ortiz. El Mundo (4 de mayo de 1996). Subido a "Desde Jamaica" el 15 de marzo de 2013.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.1996/05/04 07:00:00 GMT+1
Etiquetas: lenin el_mundo aznarismo kollontai 1996 stalin antología trotsky bujarin aznar | Permalink | Comentarios (0) | Referencias (0)

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