María Teresa Fernández de la Vega viene a decirle a Arnaldo Otegi aquello de dura lex, sed lex: el Gobierno no puede sino aplicar la ley, por dura que resulte, y si un partido es ilegal, los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, la Fiscalía General y los jueces competentes están obligados a prohibir sus actividades y a perseguir a aquéllos que las ponen en práctica. Batasuna será reprimida con severidad –dice– hasta que condene el uso de la violencia. En tanto esa condena no se produzca, ni siquiera será aceptable entablar conversaciones políticas con sus representantes, salvo que se hable con ellos –ésta es una aportación de José Blanco– «como particulares».
Expresado así, todo parece muy ajustado a eso que suelen definir como «el predominio del Estado de Derecho». Existen unas leyes, se aplican y sanseacabó.
Pero hay un punto en el que ese supuesto principio que enuncia la vicepresidenta primera del Gobierno presenta serios problemas de aplicación. Quiero decir que, de atenerse a él siempre, en todo momento y circunstancia, el presidente del Gobierno jamás podría llevar a cabo la negociación con ETA que está preparando con tanto ahínco. Porque, en cuanto establezca contacto con los dirigentes de la organización terrorista, se verá en la obligación, para no contrariar el principio imperativo formulado por Fernández de la Vega, de tenderles una celada y asegurar su inmediata detención y encarcelamiento. De lo contrario, estará contribuyendo a que los dirigentes de una organización catalogada como terrorista no sean perseguidos, es decir, a que no se cumpla la ley. En cuyo caso, y en aplicación de la dogmática particular de la vicepresidenta, no habrá más remedio que denunciarlo por encubrimiento, colaboración con banda armada y media docena de barbaridades más.
Lo que sucede es que esa norma de inexcusable aplicación expresada por Fernández de la Vega no es tal. Nunca, en ninguna parte –y menos en situaciones como la que vivimos aquí ahora mismo–, la ley se ha aplicado con la almidonada rigidez que ella reclama. En Euskadi, cuando el Gobierno de la UCD creyó que era posible lograr que ETA político-militar dejara las armas, rebajó a mínimos la presión policial sobre quienes estaban negociando el desmantelamiento de aquel sector de ETA, que venía siendo por entonces el más activo y sanguinario. Lo mismo sucedió en Irlanda del Norte. Allí, todos los gobiernos británicos –también el de Margaret Thatcher– dejaron un cierto margen de maniobra a las actividades políticas de los republicanos, aún sabiendo que el IRA estaba detrás de ellas. No digamos cuando ya quedó clara su voluntad de paz.
La vicepresidenta primera del Gobierno tiene que darse cuenta de su incoherencia: ¿cabe entablar conversaciones con ETA pero no con Batasuna?
Javier Ortiz. El Mundo (8 de mayo de 2006). Hay también un apunte con el mismo título: A cuestas con los dogmas.
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