Me siento extraño este 7 de julio. Desde 1991, el primer encierro de los sanfermines me ha pillado ya siempre de vacaciones en Aigües. Se cumplía entonces lo que se me había convertido en un ritual privado: levantarme pronto, desayunar, realizar las inevitables tareas domésticas, escribir... y esperar para saber si ha pasado o no a mejor vida alguno de los borrachos e inexpertos -o borrachos inexpertos, que nada les impide ser ambas cosas- que corren delante de los toros a esas horas de la mañana. Este año el contexto es diferente -veo amanecer en Madrid, aunque pronto saldré de viaje, en cuanto termine la tertulia de la radio-, pero el sentimiento es el mismo.
Sería un hipócrita sí dijera que me preocupa mucho la existencia de las eventuales víctimas de los encierros. Me cabrea ese ejercicio anual de imprudencia temeraria con respaldo estatal y eclesiástico. Cuando alguno sufre un percance, no puedo dejar de pensar que es lo que tiene el juego de la ruleta rusa: a veces el percutor encuentra la bala.
Como nunca he asistido a esas fiestas y tampoco me he interesado gran cosa por ellas, ignoraba que las carreras de los encierros distan de constituir la única muestra de temeridad absurda que se estila durante estos días en Pamplona. Ayer, durante el programa Pásalo de ETB nos enseñaron otra variedad que también se las trae. Consiste en trepar hasta la punta de una muy alta fuente (¿puede ser en la plaza de la Navarrería?) y tirarse desde allí para que quienes están abajo pongan sus brazos y eviten que el objeto volador no identificado se estrelle contra el suelo. Según me contaron, no faltan los ex practicantes de esta habilidad -llamémosle fuenting, para estar a la moda- que meditan ahora sentados en una silla de ruedas sobre lo divertidísima que fue su proeza.
Sobre lo que no medito yo, porque lo tengo clarísimo, es sobre lo estupendo que resulta que todos los cotizantes a la Seguridad Social tengamos que pagar a escote los resultados de la imbecilidad ajena.
«También pagamos los gastos que produce la imprudencia de los automovilistas kamikazes», me dirá más de uno. Cierto. También. Pero no es lo mismo. A los kamikazes del volante, si los pilla la Guardia Civil los empura. A los imprudentes de los sanfermines no sólo se les deja hacer, sino que incluso se les aplaude. Y hasta les pone un santo la Iglesia, para que los ampare.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (7 de julio de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 5 de junio de 2017.
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