Hoy se cumplen 40 años de la construcción del muro que dividió Berlín en dos. Del Muro, por antonomasia.
1961. Recuerdo vagamente que Radio Nacional de España hablaba sin parar de «el muro de la vergüenza». Eso contribuyó a despistarme. Yo ya me había acostumbrado a dar por hecho que la radio franquista mentía hasta al dar la hora, así que supuse que el muro en cuestión debía de ser una buena cosa. Por entonces -pobriño: 13 años- sentía simpatía por el régimen soviético, más que nada, supongo, por llevar la contraria a mi padre. En realidad, no tenía ni idea de qué era.
Cuatro años después -con 17, tampoco demasiados- decidí que los dirigentes de la URSS eran unos pasteleros y unos traidores a la causa de la Revolución. Me había dado un atracón de literatura revolucionaria y veía clarísimo que Moscú era la sede mundial de todas las renuncias. Decidí que Khruchev -así lo escribíamos por entonces- sólo se interesaba por su propio tinglado. Era el jefe de una burocracia sólo verbalmente comunista que manipulaba todas las revueltas del mundo para ponerlas a su propio servicio. ¿El Muro? Y a mí qué: una fila de ladrillos que dividía dos sistemas igualmente repudiables, aunque por distintas razones. De un lado, el Mundo Libre, es decir los EEUU, es decir la gentuza que había dado la espalda a la República y ahora se daba abrazos con Franco. La misma que estaba masacrando Vietnam. Del otro lado, el falso socialismo, los partidos comunistas oficiales dispuestos a embridarlo todo: las luchas anticolonialistas en Asia, África y América Latina, los movimientos obreros y estudiantiles de Occidente...
Ahora me doy cuenta: estaba demasiado implicado en el objeto del análisis como para poder examinarlo con la necesaria frialdad.
Ha pasado el tiempo. El Muro fue derribado. La URSS se desmoró como un castillo de naipes y con ella los regímenes que le servían de escudo protector por el Este. Aquello era un espanto, mucho peor de lo que llegué a suponer en mis más ardientes arrebatos de antisovietismo revolucionario.
Pero creaba un cierto equilibrio. El capitalismo internacional tenía que esforzarse por demostrar que no era tan malo como decía la propaganda soviética. A Moscú le venía bien que hubiera movimientos levantiscos en la parte del mundo dominada por sus enemigos. Cabía aprovecharse de las contradicciones entre ellos. Abrían rendijas.
Hace tiempo que aprendí a no añorar ninguna situación pasada. Sé que el presente es su resultado. Cada realidad está preñada de la que toma su relevo.
Pero la Historia me ha enseñado a no confiar ni una pizca en el futuro. Todo es siempre decididamente empeorable.
Cada vez veo más claro cuál ha de ser el lema de la existencia: sin esperanza, con convencimiento.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (12 de agosto de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 30 de mayo de 2017.
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