Según la última encuesta sobre estructura salarial publicada por el Instituto Nacional de Estadística, se ahonda la diferencia que hay entre los ingresos de los directivos de las empresas y la paga media que perciben los trabajadores de base. Los beneficios de los unos crecen sistemáticamente (10% entre 2002 y 2006), en tanto que los de los otros bajan (–0,6% durante el mismo periodo).
Que los ingresos de los directivos hayan crecido un 10% en cuatro años podría considerarse incluso razonable, habida cuenta del encarecimiento del coste de la vida, si no fuera porque el argumento de la inflación sólo parece valer para la gente mejor situada. El común de los mortales –sobre todo el común de los mortales inmigrante– debe arreglarse después de cuatro años con el mismo salario, aunque el IPC haya subido todo eso. Y al que le parezca bien, pues bien, y al que no, que se quite de en medio, que hay cola.
Ítem más: conviene que conste que estos datos se refieren a directivos de empresas, es decir, a individuos que –se deslomen más o menos– meten horas, se estrujan el magín, estudian posibilidades, buscan clientes… Mucho más escandaloso es, por poner un ejemplo, el caso de los consejeros de grandes firmas, que se llevan una pasta aún más gansa por ir a sestear un par de horas al mes en una reunión en la que no dicen nada, porque no tienen nada que decir, ni a nadie le importaría lo que pudieran decir, porque no saben de la misa la media.
Siempre que señalo datos como éstos, tan chirriantes, me pregunto si no estaré haciendo demagogia. Y siempre me respondo evocando el título del viejo y clásico libro de Ignacio Fernández de Castro: es la demagogia de los hechos.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (1 de diciembre de 2008).
Aviso.– En la edición digital de Público correspondiente al día de hoy se me atribuye una columna que no es mía. La que yo escribí, y que reproducirá la edición en papel, es la que antecede.