Cuando en 1992 Felipe González decidió nombrar ministro a José Antonio Griñán, en las redacciones de los medios con sede en Madrid (o Barcelona, o Bilbao) todo el mundo se preguntaba: “¿Y quién diablos es éste?”. Algún dato obtuvimos, pero seguíamos intrigados por la designación. Por aquel entonces, en tanto jefe de Opinión, yo ejercía habitualmente de editorialista de un periódico de amplia tirada. Así que titulé el editorial “Un tal Griñán”.
Al día siguiente, el propio Griñán telefoneó al periódico, pero no al director para protestar. Siguiendo con fair play la broma, llamó al jefe de la sección de Sanidad y, cuando éste le preguntó que quién era, respondió: “Un tal Griñán”.
Para estas alturas, no recuerdo si sus dos experiencias ministeriales fueron más o menos nefastas o satisfactorias –es más: ni siquiera me acuerdo ahora de qué carteras ministeriales fue responsable–, pero aquel modo de seguir la broma me pareció británico.
En los últimos tiempos, Griñán era considerado la segunda personalidad de más peso en la Junta de Andalucía y a nadie extraña que, puestos en la obligación de sustituir a Manuel Chaves, hayan coincidido los socialistas andaluces en que la persona adecuada para ocupar la Presidencia de la región más poblada de España sea él.
Desde entonces, y vete a saber si antes, se ha convertido en una especie de tópico en política recurrir a eso de “un tal…”. Casi nunca los giros de cierto ingenio salen de la cabeza de nadie como Minerva de la de Júpiter: adulta, con armadura y perfectamente dispuesta para la pelea.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (9 de abril de 2009).