Dejémonos de hipocresías: todo el mundo sabe que es aberrante cuanto ha ocurrido en Guantánamo desde que fue convertido en campo de concentración independizado del Derecho internacional y de cualquier cosa que evoque la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Es aberrante lo que el Gobierno estadounidense ha hecho, pero lo es más, incluso, la chulería con la que lo ha asumido, en una especie de permanente “Bueno, sí, vale, ¿y qué?”. Asume con perfecto cinismo que ha privado a los detenidos de derechos y garantías, que los ha sometido a torturas, que no les ha permitido designar su propia defensa, que se reserva el derecho a mantenerlos internados sine die, sin concretar ninguna acusación contra ellos… Ahora se dispone a juzgar a unos cuantos en una especie de apoteosis de la antijuridicidad, y pasa olímpicamente de las críticas, entre otras cosas porque ningún gobierno occidental se las dirige sino en forma de vagas objeciones o timidísimos reproches, nunca acompañados de la menor advertencia de condena, y menos aún de represalia.
En realidad, Guantánamo es sólo una representación, caricaturesca pero fiel, del estilo exhibido por las autoridades de los EE.UU. en todo cuanto se refiere a su santa voluntad en la arena mundial. Ellas fabrican y utilizan las armas que se les pone, digan los convenios internacionales lo que digan. Ellas contaminan lo que les da la gana, acuerden los demás lo que acuerden. Ellas violan espacios aéreos e integridades territoriales cuando les peta, poniendo a la ONU ante el constante bochorno de sancionar los hechos consumados o ver sus resoluciones convertidas en papel higiénico. Para ellas no hay tribunales internacionales que valgan, salvo cuando ellas deciden que valen. Su prepotencia es tan obvia, tan ostentosamente insultante, que parece destinada a poner constantemente a prueba la capacidad de servilismo de sus teóricos aliados, en ejercicio de lacayos.
Lenin definió su ideal del gobierno de la clase obrera como “un poder no compartido con nadie”. No deja de resultar irónico que al final haya sido la Casa Blanca la primera en conseguir un poder no compartido con nadie.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (8 de junio de 2008).