En los Juegos Olímpicos se competirá para ver quién es capaz de hacer esto o aquello más alto, más fuerte y más rápido que los demás, pero desde luego no para comprobar quién tiene la sesera más aseada. No voy a meterme con los deportistas y comentaristas patrios, entre otras cosas porque hace días que no oigo lo que dicen (he inventado la televisión muda: ¡es apasionante!), pero reconozco que sigo con cierto morbo las genialidades que largan más allá de nuestras fronteras. Dudo si lo hago para afirmarme en el ideal democrático de la humana igualdad o para confirmar el refrán castellano que habla del mal de muchos y el consuelo de tontos.
Sea como sea, y ya que he estado en ello, les regalaré un par de perlas, sin pretensiones de Guinness.
Va de primera esta afirmación de la nadadora francesa Camille Muffat, realizada justo tras clasificarse el pasado día 11 para una semifinal. Dijo: “Sabía que hay que nadar rápido”. Según lo leí –porque quedó escrito–, me quedé sumido en una honda meditación. ¿Cuándo supo Muffat que en una competición de ese género se trata de nadar rápido? ¿Antes o después de empezar a entrenarse?
Quizá algo menos lineal, pero también asombrosa, se ha mostrado la corredora griega Ekaterini Thanou, a la que han prohibido participar en los Juegos de Pekín porque en 2004, según reza la sanción legal correspondiente, fingió un accidente de moto para eludir un control antidopaje. Ha dicho E. T.: “¡Abajo las máscaras! Ahora nos topamos con esta decisión, arbitraria e ilegal, odiosamente contraria a cualquier sentido de la igualdad y del derecho en el mundo civilizado”.
Lo que sí hay que reconocer a los Juegos Olímpicos es su afán de superación: cada vez están más degradados. En esta ocasión ha habido competiciones amañadas hasta extremos de pura impudicia, como han admitido todos, incluidos los tramposos. Unas trampas se han hecho por razones estrictamente políticas; otras, por mor del espectáculo (es decir, de la cuota de audiencia, es decir, del precio de los anuncios).
Y todo ello con el Dalai Lama (así lo ha escrito Le Canard enchaîné) en el papel de “el evitado de honor”.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (20 de agosto de 2008).