Lo mejor para no ser víctima de espionaje político es no ocultar nada y declarar de antemano que uno se cisca en todas las convenciones sociales al uso.
¿Qué tratan de obtener de sus víctimas los espías? ¿Asustarlos con la amenaza de denunciar que son homosexuales, promiscuos, drogadictos? Yo, si eso les hiciera felices, estaría dispuesto a admitir todas las maledicencias que insinuaran sobre mi persona. Puesto a reconocer, llegaría a confesar incluso que alguna vez he ido al teatro, que es la muestra de depravación más acabada que conozco. Lo que jamás admitiría es haberme corrompido: nadie me ha dado nunca la oportunidad de hacerlo y (tal vez por eso) nunca lo he hecho. Tal como cantaba el gran Brassens, yo también podría decir: “Nunca he matado, / tampoco he violado jamás / y hace ya bastante tiempo / que ni siquiera he vuelto a robar”.
Una vez aportado este desinteresado consejo a los políticos y personajes públicos en general, añadiré que me repugna que haya gente con responsabilidades oficiales que se dedique a espiar a sus rivales. Doblemente si lo hace con cargo al erario. Si lo que pretende es traficar con conductas privadas, viola el derecho a la intimidad de quienes prefieren no desvelarlas. Y si tiene dudas sobre la licitud de unas u otras actuaciones públicas, lo que ha de hacer es comunicar sus sospechas a quienes están autorizados para investigarlas.
Mi suspicacia se extiende también –lo digo para no parecer corporativo– a esa variante del llamado “periodismo de investigación” que recurre sin parar al uso de grabadoras y cámaras ocultas para sacar finalmente en público lo registrado en privado. Puede parecer veraz, pero casi siempre es pura carroña.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (29 de enero de 2009).