Me lo señalan varios lectores: “Usted habla mucho de asuntos vascos”. Bromeo: “Vaya, para mí que eso va a ser porque soy vasco”.
Pero me lo reprocho. Sé que muchas veces nos comportamos como la rana en el fondo del pozo: nos creemos que el cielo entero es ese pedacito reluciente que vemos cuando miramos hacia arriba.
De todos modos, mi querencia no tiene nada de singular. O, si ustedes prefieren: es una variante particular de una querencia general.
Recuerdo una escena de The Paper (Ron Howard, 1994), película a la vez amarga y divertida. Nos planta ante una reunión del staff de un diario de Nueva York en la que se decide la portada del día siguiente. Reproduzco el diálogo de memoria (o sea, mal). Dice el jefe de la sección de Sociedad: “Terremoto en el Sudeste asiático. Doce muertos”. El director pregunta: “¿Alguno de Nueva York?”. “No”, le responden. “Vaya, qué mierda. A ver, ¿algo más?”.
Me reí cuando vi la escena, porque me pareció real como la vida misma. He asistido a cientos de reuniones así. Un niño maltratado a diez manzanas tiene más interés que cien niños muertos de hambre en África o masacrados por una bomba amiga en Afganistán (que, además, vete a saber por dónde cae). Una impúber rubita inglesa desaparecida en Portugal, bien introducida en el star system por unos padres con dotes mediáticas, tiene doce veces más gancho que doce mil niños agónicos explotados en Malasia por una multinacional de prendas deportivas.
El refrán “Ojos que no ven, corazón que no siente” funciona parecido –aunque peor– a la inversa: “Ojos que ven, corazón que tal vez sienta”. Si el periodista consigue una víctima cercana, culturalmente familiar, que incita a muchos a exclamar “¡Fíjate, si eso me podría haber sucedido a mí!”, tiene medio camino recorrido. Cuanto más lejos sitúe la noticia, peor para él. Y para la noticia.
Todos somos de barrio. De algún barrio. Hay barrios grandes (incluso enormes: España, la UE, Occidente) y hay barrios diminutos, mínimos. Como hay barrios bien y barrios bajos.
Tengo comprobado que casi todos los que se proclaman “ciudadanos del mundo” lo dicen porque creen que el mundo empieza y acaba en su barrio.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (10 de agosto de 2008).