Existen diversos modos de hacerse pasar por experto economista.
Uno, bastante socorrido, consiste en guardar silencio contemplando con una sonrisa condescendiente a los que hablan. El silencio altivo es un arma demoledora. Mucha gente lo interpreta automáticamente como muestra evidente de superioridad. Piensa que el experto en asuntos económicos ha decidido que el debate (el que sea) no está a su altura y que polemizar con ignorantes es una lastimosa pérdida de tiempo. Que los oye, más que los escucha, porque es una persona educada, pero que renuncia a echar margaritas a los cerdos.
Otro método que cabe utilizar para que la opinión pública tome a alguien por muy sabio y experto en los arcanos de la economía es que el postulante (siempre sin alterarse y hablando en voz baja, como si pusiera un especial empeño en no apabullar a los demás con el peso abrumador de su sapiencia) desconsidere por sistema los argumentos de sus oponentes y no responda jamás a ninguna objeción. Ésta es una variedad retorcida de la táctica del silencio, que suele ser utilizada combinadamente con otra de mero atrezzo: el aspirante a experto va mal peinado, lleva la corbata floja y viste con desaliño, para que todo el mundo comprenda que a él las cosas materiales le dan igual, enfrascado como está en resolver los problemas clave de la Humanidad.
Tengo catalogado otro sistema más de dar el pego, al que se adhieren como lapas los líderes empresariales y políticos de derechas. Consiste en responder siempre lo mismo, sean tiempos de bonanza o de crisis, llueva o escampe, suba o baje el petróleo: la solución es siempre abaratar el despido, recortar los derechos de la gente trabajadora, dulcificar los impuestos de las rentas más altas, moderar los salarios, favorecer la expulsión de la población inmigrante, aminorar el gasto social y la inversión pública...
Son el negativo cutre de los rebeldes de los 60, a los que daba igual qué problema se planteara, porque su receta era siempre la misma: “¡La solución, la revolución!”. Éstos llevan décadas clamando siempre lo mismo: “¡La solución, la reacción!” Admitámosles un mérito: son más constantes.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (19 de agosto de 2008).