Me preguntan en un programa de radio sobre lo que opino acerca de una resolución judicial. “Nada”, respondo. Y trato de explicarme: “No conozco los fundamentos del auto. Visto así, desde fuera, parece bastante raro, pero quizá sabiendo más de sus entretelas cabría entenderlo. O no”.
Ayer escribí aquí sobre el empeño que muestra mucha gente en opinar muy decididamente sobre asuntos de los que ignora casi todo.
Es un mal muy extenso, que afecta también gravemente a los medios de comunicación.
En España, lo de las tertulias radiofónicas, en particular, es de aurora boreal. El miércoles oí a un contertulio radiofónico que se largó un farragoso discurso sobre Euskadi y lo clausuró reconociendo... ¡que en realidad estaba especulando, porque no tenía ni idea! ¿Es tan difícil decir: “De eso es mejor que no hable, porque no sé”?
Hace algo así como diez siglos se me escamó el muy veterano locutor Luis del Olmo porque en una de sus tertulias itinerantes dije que no podía responder a una pregunta que me hizo (“¿Ha beneficiado el PSOE fiscalmente a sus amigos?”) porque carecía de la información necesaria para pronunciarme. “¡No quieres mojarte!”, sentenció. ¡Como si opinar fuera sólo una cuestión de audacia y el conocimiento no tuviera nada que ver!
Mi amigo Gervasio Guzmán me telefonea para preguntarme qué sistema de alta definición de televisión es mejor, porque está pensando en mercarse uno. “Ah, ¿pero es que hay varios?”, le respondo. “Venga, no me tomes el pelo, que yo sé que tú estás rodeado de aparatos de todo tipo”, dice. Pues sí, pero no. Vivo rodeado de ordenadores, de amplificadores, de televisores, de receptores de radio, de antenas parabólicas, de conexiones ADSL y RDSI... Pero sé muy poco de todo ello. Ignoro cómo y por qué funcionan; qué tienen por dentro.
Para mí que todos ganaríamos bastante si dejáramos de presumir de lo que sabemos y empezáramos por reconocer lo muchísimo que ignoramos.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (30 de agosto de 2008).